—Ya no hay nadie arriba de mí. Ahora soy la punta de la familia. Además, soy la que tiene la memoria más antigua por haber nacido antes.
Una tarde de mayo, Mónica Lavín (Ciudad de México, 1955) interrumpe la conversación sobre su nuevo libro para atender un asunto impostergable. Acaban de llamar a la puerta. Desde afuera se cuela una voz juguetona, entusiasmada. La escritora pide un minuto, se disculpa: tiene que ir a abrazar a su nieto.
—La abuela está trabajando. ¿Quieres un dulce? —le dice la escritora al par de ojos que, desde abajo, la observan con una mezcla de asombro y agradecimiento. Es una visita exprés, explica Lavín. Los truenos anuncian una tormenta, de modo que su hija y su nieto deben partir enseguida.
Cuando retoma el hilo, un mohín de añoranza se adueña de su semblante. Está sentada en la sala de su departamento, en el primer piso de un edificio enclavado en Coyoacán. Es un espacio amplio, bien iluminado y repleto de libros. Más arriba se encuentra el estudio donde escribe por las mañanas. Hace un tiempo se enteró de que en el mismo edificio vivieron dos célebres protagonistas de la cultura nacional: Manuel Felguérez —cuyas esculturas metálicas aún permanecen incrustadas en las paredes que custodian las escaleras de la construcción— y Jorge Ibargüengoitia. Por alguna casualidad inexplicable, el autor de Los relámpagos de agosto habitó el departamento del cuarto piso que ahora Lavín utiliza como su cuartel literario. Ahí escribió su publicación más reciente, un libro que se describe a sí mismo en el título: Últimos días de mis padres.
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Memorioso y emotivo, el libro trenza episodios de la vida cotidiana —desayunos en pijama, paseos en automóvil— con viajes entrañables, celebraciones familiares con las evocaciones de una infancia cristalina. Y entre todo eso, narra los dolorosos, fríos días de hospital que precedieron a la orfandad irrenunciable de la autora.
Casi al arrancar el libro, Lavín se hace una pregunta capital: ¿Por qué los escritores quieren hacer público lo privado, por qué necesitan escribir sobre la orfandad?
—Es una forma de sobrevivir al dolor. Es el acto de comprensión de una nueva etapa de la vida que, además, me colocó frente a la escritura de un modo distinto.
Para escribir sobre el duelo, Lavín eligió la sintaxis del instante. Los pasajes de su memoria se suceden como instantáneas sobre el papel. Es una estructura provocada, en buena medida, por la pandemia (“como si prevaleciera un estado fragmentario”) y por el caos que primó durante los días aciagos de la hospitalización.
—Este libro me provocó esa manera de engranar el presente con el pasado inmediato (las muertes de mis padres) y con unos pasados que saltaban como liebres reclamando su lugar en la historia.
Tristeza cegadora
Esa historia, no obstante, se cocinó a fuego lento. La proximidad de la aflicción no le permitía ponerle palabras a su desconsuelo. Padecía una “tristeza cegadora” y aún se sentía “como si estuviera en el torbellino de los eventos”. Sin embargo, en los albores de la contingencia sanitaria (esa “cápsula de incertidumbre”), se entregó a la escritura. Buscó asimilar el nuevo orden de sus días y cuestionó su propia identidad en el dilatado transcurso de la muerte de sus padres. El único mapa a su disposición era la cronología de las jornadas en el hospital. El resto del relato la alcanzó en medio de una negociación entre la memoria y la ficción.
—Es como si hubiera un imperioso llamado a ponerlo en palabras y sacarlo de mí para darle, también, una altura estética —casi una dignidad— a la muerte. No sabía que me conduciría a una historia de amor, que realmente estaba escribiendo sobre el origen de esa relación.
Mónica Lavín le teme al olvido. Escribe para evitar que su vida y las vidas de otras personas se vayan “por el desagüe del tiempo”. Se fía de la literatura como el único medio para lograrlo. “El olvido me parece un acto de negación”, declara. “Y creo que quienes escribimos apelamos más bien a la invención de la memoria”. Para ese fin, esta era nos ofrece, también, otras posibilidades. Los audiolibros, por ejemplo. Publicado el libro, la escritora se entregó a otra tarea titánica: leer su propia novela. La versión en audio de Últimos días de mis padres se puede escuchar en voz de su autora. Lo que se presume estimulante para sus lectores, fue para ella un acto agotador.
—Fue una experiencia privilegiada, pero física y emocionalmente extenuante. Descubrí cuáles eran los lugares que más dolor me producían, porque se me quebraba la voz. También me dio migraña y padecí mareos. Fue como sentir que lo había escrito de un tirón. Me fragilizó mucho y también me dio mucha fuerza.
Así, por segunda vez, Mónica Lavín transformó su dolor en literatura de alto calibre. Quizá para descifrar su duelo, pero también como un acto de amor.
—Me interesa que haya una memoria que se vaya heredando. Quiero que mis descendientes sepan de dónde vienen.
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