Hace poco me pidieron para una revista gringa un texto que explicara algún término del vocabulario político sin el cual no se entienda el ejercicio del poder en el país de origen. Decidí hacerlo sobre la palabra “cacique”, pues no encuentro un término que mejor condense las relaciones de poder en México, tanto en el ámbito propiamente político como, por supuesto, en el económico (con las ínfulas patronales de la cúpula empresarial), como también en el cultural, tradicionalmente configurado alrededor de grupos político-intelectuales que muestran una adhesión incondicional a las ideas del líder del clan.
Como parte del proceso, releí las andanzas del cacique de mayor peso simbólico en la historia nacional, Pedro Páramo, y una lectura en esa clave específica revela que la mejor novela de nuestra historia condensa también en su personaje principal prácticamente todos los vicios del poder a la mexicana: el trato despectivo a sus subordinados, la misoginia transmutada en una sacralización casi virginal de la mujer amada que, por supuesto, no es sino un mecanismo para no verla como ser humano sino como objeto a poseer, incluso si eso implica deshacerse de un obstáculo incómodo como su dueño anterior, es decir, el padre de la chica. También entrevió Rulfo el contubernio de la Iglesia católica con el poder político cuando el padre Rentería le dice a Dios que Pedro Páramo puede comprar la salvación, y que el Señor simplemente ha de decidir el precio, así como el poder absoluto sobre la vida y la muerte que tienen los caciques, condensado en la frase con la que decide vengarse ante el ultraje que le supone que el pueblo celebre una feria mientras él hace el duelo por la muerte de Susana San Juan: “Me cruzaré de brazos, y Comala se morirá de hambre”.
Al ser México un país de caciques, son comprensibles la fascinación y el rechazo que genera una figura como López Obrador, quien ha basado buena parte de su carrera política en su tenacidad, en la oposición al régimen que ha gobernado ininterrumpidamente desde la Revolución mexicana (no obstante el interludio de 12 años donde se produjo meramente un cambio de siglas), en su voluntarismo y carisma. Lo curioso es que son otras figuras con ínfulas autoritarias las que más procuran combatir su llegada al poder, y es también significativo que ninguno de los candidatos presidenciales pasó por ningún proceso de competencia electoral interna antes de ser ungidos como candidatos.
Más allá del inmenso júbilo que supondrá la idea de que al menos por seis años se marche la actual cofradía de corruptos que no ha hecho más que beneficiarse del ejercicio del poder público (y sembrar muerte y destrucción), el verdadero problema, como lo entrevió Rulfo hace ya más de 60 años, reside en el cacique interior que buena parte de los mexicanos llevamos dentro, que es el principal responsable de que vivamos en una de las sociedades más desiguales, descarnadas y violentas del planeta. Pensar que llegará un líder a revertirlo de golpe equivale a continuar reproduciendo el esquema que nos condujo en primer lugar a esta situación.