Palabras descalzas

En "Las cartas de Frida" se proyecta el dolor físico y emocional de la aguerrida artista mexicana  

Alegría Martínez
Ciudad de México /

Frida Kahlo llega envuelta en palabras que se agigantan en un escenario, en música y frases escritas que se proyectan en su cuerpo, en los muros, en la tina del baño y en el lienzo de papel blanco que cubre el espacio donde la pintora mexicana es traída al presente, despojada de líneas caricaturescas, colores, trenzas y listones en el cabello.

Las cartas de Frida de Marcela Rodríguez hace retornar a Jesusa Rodríguez al escenario. La actriz y directora comparte escena con Catalina Pereda, quien canta lo que Kahlo plasmó en sus cartas, escritas en las décadas de 1920 y 1930, en las que da cuenta de una parte de su universo íntimo durante su estadía en Coyoacán, París y Nueva York.

La imagen de su obra Niña con máscara de muerte, de 1938, recibe al espectador mediante una inmensa proyección en blanco y negro sobre el ciclorama que custodia los muebles de baño envueltos en papel blanco, como el gigantesco judas de cartón que cual monstruo sin rostro articula brazos, piernas y cabeza.

La niña del cuadro cobra vida, como el tono rosa de su vestido en el cuerpo de Jesusa, que manipula un gran pincel para delinear las palabras, hasta que ya sin máscara de muerte y sentada en su cama pronuncia lo que escribe, que también puede leerse, verse, como si el escenario se inundara de letras descalzas, cargadas de rabia, de preguntas, de un dolor amplio, más allá del físico, y de nuevos e intermitentes bríos.

Clarisa Malheiros codirige con Jesusa Rodríguez este montaje que parte de ocho cartas y fragmentos del diario de la artista plástica, a los que la actriz tuvo acceso en 2004. Detalles en blanco y negro, de cuadros como Lo que el agua me dio, El venado herido y Las dos Fridas, complementan una especie de acontecimiento surreal, en el que la joven cantante que interpreta a Frida expresa —a ratos con el sujetador que mantiene derecha su columna y en otros con el corsé de yeso que ostenta la hoz y el martillo— la desolación contenida, la tristeza y la furia que la invadieron.

Esta Frida con labios rojos, en una silla de ruedas, en una tina que parece engullirla, y en cama, parece levantarse para romper con esa figura comercial en que han convertido su imagen y volver la mirada a la parte más humana de una mujer que dejó escrito lo que pensó de Bretón, de una obra de Carlos Chávez, o el recuerdo del accidente que la dejó postrada.

Catalina y Jesusa prestan su voz y su cuerpo a la artista que plasmó su duda respecto a su capacidad artística y a la veracidad del diagnóstico médico, su impresión sobre París, algún comentario sobre Nueva York y su preocupación por la situación política y social del pueblo mexicano, salvado por el humor y el ingenio.

Quizá a los amantes de la ópera y el teatro este montaje les deje con más ganas de ambas expresiones. A la vista están las piezas operísticas a partir de cartas cotidianas y una dramaturgia que se inserta, sin melodrama ni folclor, en diversas expresiones artísticas, como si se tratara de un performance de grandes dimensiones.

Lo interesante de Las cartas de Frida es el universo estético y simbólico que genera, que entrega al espectador la visión de una Frida más cercana a la que en realidad pudo haber sido, sujeta a la contradicción y a las pasiones terrenales, que se expresa en nuestro idioma mediante palabras salidas de su puño y del intenso latido que la mantuvo altiva, por encima de lo que marcó su destino.

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