Psicosis narrativa

Magris retoma la distinción entre “escritura diurna” y “escritura nocturna”.
Editorial Milenio
México /

Creo que no es exagerado afirmar que vivimos una época psicotizada, entendiendo el término a partir de la distancia entre aquello que pudiéramos llamar la realidad y nuestras proyecciones de cómo quisiéramos que fuera, pero principalmente de cómo construimos una versión idealizada del yo que interactúa con el mundo. A juzgar por la imagen que cada cual produce de sí mismo, el proverbial alien que llegara mañana a la Tierra podría pensar que nadie es responsable de la violencia, pobreza, hambre y demás, pues si todos nos dedicamos a exaltar nuestras propias virtudes y lo recto de nuestros ideales, ¿entonces quiénes serían los responsables del estado de cosas? Fácil: los malvados, los otros, los que piensan distinto, y frente a quienes precisamente erigimos en público y sin cesar la distancia que mejor nos hace sentirnos respecto a nosotros mismos.

Trasladándolo a términos literarios, es cada vez más común encontrar cierto tipo de psicocrítica, ya sea profesional o amateur, que exige que la propia ficción se pliegue a los cánones de lo correcto, o que al menos adopte claramente una postura moral frente a la abominación. En términos generales, el razonamiento consiste en que incluso la imaginación debe ser un testimonio de probidad moral, y que si alguien es capaz de imaginar escenarios o personajes racistas, misóginos o pederastas, en el fondo se debe a que comparte estos rasgos de su imaginación, como si nuestra proyección de lo que debiera ser la realidad la aplastara tan completamente como para generar en automático un juicio tajante contra aquellos que se permitan narrar impurezas que —y aquí reside la gran paradoja—, por otro lado, la realidad continúa arrojándonos de manera ininterrumpida, sumamente gráfica, y en tiempo real. Detrás de este mecanismo pareciera renacer un pensamiento mágico que pretende invertir la relación entre realidad y ficción, como si esta última, en lugar de ser un espejo más o menos distorsionado de lo que ocurre en el entorno, tuviera el poder de producir una realidad que se ajuste a nuestros deseos, si tan solo quienes la escriben se mantuvieran alejados de la tentación de dar vida literaria a lo abyecto y lo corrupto más que, de nuevo, para condenarlo sin ambages.

En su brillante ensayo, “Las fronteras de la identidad”, Claudio Magris retoma la distinción de Ernesto Sabato entre “escritura diurna” y “escritura nocturna”, para distinguir los casos en los que el autor puede sentir identificación o rechazo personales con aquello que escribe, y nos advierte que, si se es verdaderamente honesto, incluso cuando se abordan situaciones que puedan parecerle repugnantes, el escritor debe indagar hasta el fondo de las profundidades del asunto en cuestión. El problema es que actualmente ello amenaza con incomodar a nuestro frágil ego o, peor aún, despedazar la cuidadosa construcción del personaje que cada uno ha creado de sí mismo, por lo cual es sumamente más sencillo entregarse con entusiasmo a las hogueras digitales, siempre a la caza de un desliz, así sea narrativo, que ofrece una nueva víctima destinada a reforzar esa intachable opinión que tenemos sobre nosotros mismos y los demás miembros del clan.

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