Nuestro cine conoce nuestras calles, afirma el anuncio de Netflix. ¿Será?
Te mira fijamente una cara morena, trágica, severa. La cara de un policía.
Netflix te persigue por las calles de los barrios más codiciados de Ciudad de México: Roma, Condesa, Juárez. Y te indica qué México tienes que ver.
El hombre que mira con tanta seriedad es Raúl Briones, el actor que interpreta al uniformado J.J. Rodríguez en Una película de policías, el más reciente trabajo documental de Alonso Ruizpalacios. Por esa interpretación Raúl Briones es candidato a Mejor actor en los Premios Ariel 2022.
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Esos ojos no se parecen nada a los que le vi unos días antes en la presentación de un videoclip musical del director de cine David Pablos. También me llamó la atención su mirada, pero por la ironía que transmitía y el glitter turquesa que lucían sus párpados.
Durante el coctel se le acercó un joven que pareció reconocerlo.
—No me acuerdo en qué película te vi, pero te felicito— le dijo con una sonrisa vacua.
—Quizá me has visto en Una película de policías.
—No. No. Era otra.
—¿Asfixia, será?
—No creo. No.
—¿Estás seguro que no me confundes con alguien más?
La pregunta quedó suspendida en el aire.
No recuerdo si el diálogo se dio exactamente como acabo de contarlo. Pero recuerdo que en ese primer encuentro hablé con Raúl Briones de cómo la memoria es engañosa, cómo cada uno construye sus recuerdos de forma muy personal.
Cuando Raúl habla con sus hermanas y hermanos, cuenta, evocando los tormentos que vivió de niño, ellos suelen contestar cosas como, ¡Pero nada que ver! ¿De qué hablas? ¡Eso nunca pasó!
“Yo me refugiaba en fantasías cuando era niño. Después descubrí que había una cosa que se llamaba ficción y que yo podía dedicarme a contar historias”.
Y se hizo actor.
¿Qué es la actuación?
Poder ponerme una máscara para dejar de ser yo y observarme desde afuera. Entre más dejo de ser yo, más me veo. Así la gente ve tanto al personaje que acaba celebrando mi trabajo como actor. Quiero dejar de ser yo. En ese intento, soy cada vez más yo. Entonces mi interpretación es completamente acertada.
Llega puntual a la cita. No llega. Tercera llamada. Entra en escena.
El lugar lo escogió él: el Centro Cultural Universitario. A pocos metros de la explanada está el Centro Universitario de Teatro, ese pequeño edificio gris escondido entre las plantas salvajes de la UNAM, donde estudió actuación.
Se presenta con un sombrero color verde agua que le regaló la actriz Carolina Politi en una cena en la que comió lasaña, una sudadera azul mar profundo, unos pantalones negros, unas botas Dr. Martens amarillo sol de verano.
Comenzamos. Me comenta que acaba de empezar a filmar una serie con actores muy famosos, pero de la cual no se puede hablar en los medios por acuerdos de producción.
Entonces hablamos de su infancia: “Yo empecé a trabajar desde los siete años, salía a lavar coches en la colonia, junto con un amigo que ya falleció, Federico se llamaba. Le decíamos Kiko. La colonia es la Navidad, cerca de Santa Fe. La parte pobre de Santa Fe”.
Conoció el teatro ya grande, en la preparatoria que cursó en Apizaco, Tlaxcala, gracias a las clases de su maestro José Luis Pérez Hernández, más conocido como Güicho. Pero siempre había sentido cierta atracción por el arte. O así le dice su memoria.
“Recuerdo alguna vez… tenía seis años más o menos, que en el centro cultural cerca de mi escuela había un tallercito de popotillo, le llaman”.
Le parecía formidable esa forma de arte en la que podía quebrar los popotillos y pintar de colores de acuerdo con su imaginación. Le parecía bonito. Así que le pidió a su papá que le diera dinero para la inscripción. Su papá no quiso. Le dijo a Raúl cualquier cantidad de cosas. Le dijo que el arte es para “jotos”. Le dijo que se pusiera a trabajar. Así lo recuerda.
“Me quedé con esa idea, claro, sí es cierto, es irrefutable lo que dice mi papá”.
¿Y luego qué hiciste?
“Nada. Lloré por ahí en los rincones. Un día. Y luego lo abandoné. O sea, entendí la lógica de ‘primero come’”.
Raúl alcanzó cierta popularidad de público con la serie Club de Cuervos. Su personaje aparece cuando los dueños del equipo de futbol de los Cuervos (interpretados por Luis Gerardo Méndez y Mariana Treviño) tienen que cambiar a todos los jugadores, y Raúl se vuelve Pepe, el pepenador.
“Lo gracioso de él es que saca de onda su lógica. Es bastante sociópata el Pepe, pero es al mismo tiempo muy noble y muy inocente”.
El Pepe es el portero del equipo, pero su trabajo paralelo es el de pepenador. Como él mismo afirma en el primer episodio en el que aparece, encuentra tesoros en lo que los demás consideran desechos.
“Soy la retaguardia en el ritmo. Cuando ya pasó el chiste, yo —hace un gesto con las manos para subrayar su intervención— meto un remate que hace que cobre sentido el chiste general. Y sobresale la comedia de Pepe. Y eso fue pura intuición”.
Intuición y autobiografía: “Yo también pepené basura, no de la misma manera, pero anduve recolectando latas por todo Apizaco, Tlaxcala, para vender a kilo y ayudar a mi mamá a comprar tortillas. Sé que me puedo burlar en ciertos tonos de Pepe y al mismo tiempo hacerle un homenaje hermoso. No es tonto. Solo su lógica opera de maneras que tienen que ver con la supervivencia.
“Pepe es una veleta: pa’ donde le digas que se mueva, se mueve: si dices que soy reguetonero, ¡soy reguetonero! Y me la creo muchísimo. Y si me dices que soy vegano, me hago el más vegano. No importa, aquí no hay ideales. Pepe no los tiene. Pero no porque no tenga valores, sino porque la supervivencia de esta clase social es: ¿qué nota hay que tocar hoy? Pues vámonos”.
Con Pepe empezaron a crecer sus seguidores en Instagram, encariñados con el personaje, que esperaban que Raúl cumpliera con sus expectativas. Porque no seguían a Raúl. Seguían a Pepe.
“Cuando empecé a recibir esta enorme cantidad de seguidores después de Club de Cuervos, lo primero que pensé fue: ‘Tengo que hacer algo gracioso, tengo que ser el personaje, o tengo que subir cosas de futbol’. Pero yo no soy Pepe. Sí comparto cosas con mis personajes, pero no soy mis personajes. Afortunadamente. O por lo menos en lo que me doy cuenta. Cuando los espectadores se dieron cuenta de que no era yo Pepe, me empezaron a dejar de seguir, porque yo no pienso igual que él, a mí no me gusta tanto el futbol, y subo contenidos de índole social, o que tienen que ver con mi trabajo”.
¿Te reclaman el hecho de no ser tu personaje?
Me escriben cosas en torno a mi pertenencia a la comunidad LGBT+, cuando descubrieron que me nombro persona no binaria me escribían cosas como: “¿Qué pasó Pepe?, ¿qué son estas mamadas?” o “Tú mejor dedícate a hacer series y cállate”.
A veces, aunque publique información sobre la violencia de género o feminicidios, le dan permiso porque, pues es Pepe. Me escriben “Ok, tus mamadas del no binarismo está bien, pero pinche Pepe. Sigue así porque te quiero”. Ah, ¡gracias por permitirme existir
¿Y tú qué contestas?
Los ignoro. A veces sí les contesto un “gracias” irónico, aunque generalmente esta gente no cacha la ironía.
Obrero del arte
Raúl hace encajar recuerdos con reflexiones sobre el cine y el teatro. Un personaje se inserta en el otro. Y el relato te ha enredado. Narra historias, le crees y no te levantas del asiento. Como cuando cuenta que empezaba su carrera de actor de calle en las ferias de los barrios jodidos, como el barrio donde había crecido, con la compañía Tlaloque, de la maestra Gloria Mirabete.
“Era hermoso, pero guerrillero. Tu voz le tiene que ganar a la bocina del puesto de las cumbias, nadie te está poniendo ningún tipo de atención; de vez en cuando algún curioso se sienta frente a ti. El tiempo que dura ese espectador es bellísimo. Un teatro muy pobre en todos los sentidos, no solo por la producción; mi primer sueldo fue de 50 pesos la función. Y me acuerdo que dije —hace el gesto de levantar al cielo el billete con ambas manos— ¡Lo logré! ¡Ya llegué! —desata una carcajada— ¡de esto se trata la riqueza!”.
Raúl reivindica constantemente su clase social. Ser un obrero del arte. Y construye su narración a partir de una mitología personal en la cual todo tiene sentido. Los recuerdos toman vida y explican el presente.
“Yo fui muy curioso desde niño. Siempre tuve una mente muy filósofa, siempre estuve pensando la vida, dando definiciones a diestra y siniestra. De los conceptos que yo escuchaba me hacía mis propias versiones de por qué las plantas son verdes o por qué… lo que fuera. Muy poéticas casi todas ellas”.
Su dedo anular izquierdo acaricia suavemente el bigote, instintivamente. Pone cara de filósofo.
“Y después ya me puse a investigar, claro, la clorofila y el sol, pero en un principio yo pensaba que era por los colores. El color del mar, que es azul, y el color del sol, que es amarillo, al fusionarse, pues las plantas consumen agua y por lo tanto azul. Y consumen luz del sol, por lo tanto amarillo. Resultado: el verde. Para mí es sensato y la mejor versión, pero creo que no estamos listos para esta conversación”.
Se abre en una sonrisa cómplice que desborda ironía. Solo por una fracción de segundo. Vuelve a la máscara seria.
“Así me interpretaba la vida. Por esto pude ver un poquito a mi clase social desde la barrera y decir: esto también tiene errores”.
Su clase social. Al verlo lo confundirías con un dandy, un artista ecléctico con mucho cuidado por su forma de vestir siempre creativa; imaginarías gustos sofisticados y una vida entre cocteles y vernissage de pintura contemporánea. La historia que cuenta es otra.
“Yo trabajaba como electricista con dos de mis hermanos más grandes, soy electricista de oficio. Entre un montón de otros oficios que llegué a adquirir a lo largo de mi vida obrera”, acaba la frase acentuando las palabras, en un largo guiño burlón. Se ríe al pronunciar “mi vida obrera”.
“Fui carpintero, maderero, serigrafista, pintor, electricista, plomero…”, se pone serio al recuperar en su memoria la narración de su pasado obrero que cada día se hace mítico. Cuenta que reprobó una materia al terminar la secundaria, lo que no le permitió continuar la prepa.
“Entonces dije, me voy a tomar un año de trabajar, ahorrar… pero ese año se convirtió en casi tres, un loop en el que trabajaba toda la semana, el sábado a mediodía me pagaban, ese dinero lo ocupaba para irme a embriagar toda la tarde, el domingo estar crudo y el lunes empezar la jornada. Me sorprendí completamente solo en una casa en Morelos, al frente de una obra y dije: ‘No es esto lo que yo quiero para mi vida’.
En el destino de Raúl estaba el arte. Desde niño las señales de curiosidad, insubordinación y creatividad, lo alejaban del mundo obrero de su padre hojalatero y de su madre costurera.
El regreso a Tlaxcala duró el tiempo de cursar la preparatoria a los 19 años, paso indispensable para alcanzar su sueño de entrar en el ejército y ponerse aquel traje de gala de oficial que le encantaba. En la escuela encontró el teatro, y como en una película, entendió que lo había buscado toda su vida y no lo dejó jamás. Y encontró la posibilidad de disfrazarse, incluso de oficial del ejército. Extrañamente mientras Raúl habla van apareciendo en el cielo formaciones de helicópteros militares, es 16 de septiembre. El ruido es tan potente que no logro escuchar sus palabras. Y lo veo como si fuera un personaje de cine mudo, gesticulando frente a mí, sin emitir sonido.
¿Qué tanto de tu vida está en los personajes?
A mí los personajes siempre me dejan una lección fundamental de cómo me encuentro en la actualidad y de qué es lo que no estoy queriendo investigar del todo.
En Asfixia, película con la cual ganó el Ariel como Mejor coactuación masculina, su personaje tiene que ver con la violencia machista hacia la protagonista Alma, interpretada por Johana Fragoso Blendl. Berny es un personaje de barrio que no es ajeno a su idiosincrasia.
“Mi capital expresivo proviene de la calle, del barrio, de los obreros, por eso tengo capacidad de mimetizarme con ese tipo de personajes. No dejo de ser uno de ellos. Cuando me enfrento a personajes de otra clase social, con otro nivel de estudios, hay un terreno que tengo que ficcionar mucho más. En torno a la violencia machista de Asfixia y del personaje del Berny, solamente tuve que abrirle la llave a eso que yo sé que no haría en la realidad, pero que tengo la ficción para ensañarme contra una mujer, por lo que implica para este personaje, que es de barrio. La respuesta a tu pregunta es: los actores tenemos un solo corazón; no tenemos el corazón de la ficción y el de la realidad.
Cuando Raúl empieza a leer un guión, inmediatamente sus neuronas-espejo actúan. Se pone en la situación y le duele el estómago, se le tensa la espalda y le lloran los ojos; se nota preocupado por algo que ni siquiera le pertenece. Ese canal de comunicación con los personajes está abierto de una manera directa.
“No hay manera de que los personajes no me toquen, no toquen fibras que se parecen y que yo decido compartir con ellos”.
Segundo acto
La segunda cita es en su casa, un departamento sencillo en la colonia Narvarte. Mientras me prepara un café expreso observo el pequeño espacio de un hombre que vive solo. Una habitación, un estudio repleto de papeles, pinceles, inundado de luz. Muchas plantas. En las paredes de la sala están colgados lienzos pintados por él. Hay varios retratos de Raúl, todos hechos por su hermano. Uno de ellos lo reconozco. Es el actor interpretando a Edipo.
Recuerda. Recuerda que en 2018 el dramaturgo David Gaitán le dio el papel de Edipo en su Edipo. Nadie es ateo, reinterpretación de la tragedia clásica de Sófocles. No solo un papel protagónico, sino un rey. Gaitán decidió que Edipo andaba en calzones toda la obra.
“Y yo me emputé cabrón. Había visto Antígona, la otra obra de David, donde Creón sale con un trajecito con coronita, trono, cetro, con un columpio, y es el rey con joyas. Y yo decía: ‘¿Por primera vez en la historia de mi vida me dan un rey y me ponen en calzones? ¿Dónde chingados está mi corona? Me pareció una traición, un despropósito”.
Se lo dijo a Gaitán. Y él le contestó que no quería un Edipo ostentoso, lo quería con esa falsa humildad, apegado al pueblo a pesar de que él también tiene sangre real, pero no quería que su realeza recayera en su vestimenta.
“Y yo estaba emputado. Como buen Leo, necesitaba mis joyas. Me vine a mi casa y dije, ¿cómo chingados voy a resolver esto? Y luego pensé, claro, si algo he observado a lo largo de mi carrera son las personas que han nacido en cuna de oro, en la red carpet o que dormían en las butacas mientras sus padres ensayaban obras emblemáticas de la historia de nuestro teatro. Pero se nota esa comodidad. Ellos pasan por un escenario y es como si estuvieran atravesando la sala de su casa. Y ahí es donde creo que radica su principal problema, porque el escenario no es la sala de la casa de nadie. Entonces dije, tengo que lograr la realeza en calzones. Tengo que ser un rey y que se vea que este cuerpo ha sido vestido con seda y oro al grado de decir, como Steve Jobs puedo andar sin calzones, en chanclas, presentando mi próximo iPad. Entendí que la realeza va mucho más allá. Edipo no se sabe rey, llegó a serlo por su habilidad, según él. Pero no sabía que venía de una cuna de oro. Más bien renuncia a su realeza. Toda la vestimenta, que también es un poco la fama y el estrellato, eso es otra cosa. El trabajo actoral es interno. Y así fue que renuncié a la corona”, se queda un par de segundos serio. Luego saca su sonrisa más pícara: “Y estuve completamente de acuerdo”.
A la pregunta de cuáles son sus actores favoritos contesta: Selene y Juan Gabriel en la música; Dostoyevski y Chéjov en literatura. Le hago notar que no contestó mi pregunta.
Ríe: “Willem Dafoe. Uno pensaría que es imposible de modificar. Y sin embargo es pura plástica. Son pequeños ajustes de su energía en donde lo puedes ver hermoso, grotesco, sublime, fuerte, débil. Es muy técnico. Otro: Jim Carrey, es extraordinario, es agua en esa analogía que hace Bruce Lee de “sé como el agua, my friend”. Hay por ahí uno de esos clips que giran en las redes de que le preguntan que si era maquillaje cuando hizo al Grinch, y vuelve a hacer la cara en ese momento del Grinch tal cual –y Raúl pone cara de Grinch–. Es un hombre que conoce cada músculo de su rostro.
“El último: Joaquin Phoenix. Otro locazo que también es un cuerpo disidente. El labio que tiene podría ser una limitación en el entendido de los cuerpos hegemónicos. Pero no, el trabajo actoral es otra cosa, esto es una máscara perfectamente modificable, de acuerdo con las decisiones que tomas internamente”.
En la pared a mi espalda está colgado un pequeño dibujo que enmarca los ojos de David Bowie. Justo el día anterior fui a ver Moonage Daydream, el documental-Odisea de Brett Morgen sobre la vida de Bowie, y me quedé con la idea de que los artistas están dispuestos a sacrificarlo todo para expresar su arte. Es imposible llegar al arte sin un sacrificio humano, el sacrificio de todos los humanos involucrados. Y Raúl lo hizo. Abandonó su pasado y sacrificó lo más valioso.
¿Es tan necesario hacer sacrificios humanos en el altar del arte?
No sé si sea necesario o más bien inevitable. Estaba convencido de que el arte significaba quemar las naves. Si tenía que sacrificar mis relaciones incluso más esenciales las iba a sacrificar en pro de ser artista. En una cosa muy romántica, del artista que va hacia la luz, se inmola frente a la plaza y se sacrifica en nombre de la humanidad —otra vez su mirada va haciendo irónica— para que entendamos la experiencia humana. Era muy obtuso.
¿Y valió la pena?
Sí. Nunca me hubiera dado cuenta de que mi postura ahora es no volver a sacrificar a nada ni a nadie en pro del arte, si no hubiera recurrido al sacrificio. Y eso es dolorosísimo. Y lo sabe mi hijo. Arrastro las consecuencias de mis decisiones, pero las amo profundamente. Y amo el arte, a pesar de lo inútil que es, y de lo útil que es.
Después de dos largas entrevistas me doy cuenta de que sus narraciones dan vueltas concéntricas alrededor de algunos ejes temáticos, su procedencia de clase, su unicidad como artista, el sacrificio, la necesidad de abandonar su vida, su familia, su pasado, su clase social. Irse a otro lugar.
“Siempre estuve tratando de huir de ese contexto —calla y mira hacia la pared detrás de mí, quizá está mirando la mirada de David Bowie—. Yo era un niño muy mentiroso. Me encantaba estar inventando cosas”.
¿Cuánto de lo que me has contado es mentira?
Contesta serio: No lo sé.
Silencio. Suelta una carcajada: “Nunca lo sabrás. Ni yo, creo”.
Y se queda en espera de los aplausos.
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