Quien quiera saber qué hay detrás de una novela tiene que preguntárselo a Martín Solares. Con su novela "Catorce colmillos", por ejemplo, lo que pensó que serían unas 30 páginas se convirtió en una trilogía. En sus insomnios había una voz que preguntaba: ¿qué sigue?
No quiso que el protagonista de su novela negra fuera el clásico detective cuarentón, con experiencia, aturdido por el mundo, apaleado y sombrío.
Con el poder de la literatura “me voy a rejuvenecer”, se dijo. “Voy a inventar un detective que tenga 18 años, que no se haya enamorado por primera vez, que no se haya peleado con sus jefes, que no se haya salido de casa de sus papás”.
Hace un año el autor de "No manden flores" explicaba al público de la Feria del Libro en Azcapotzalco que dejó de trabajar como editor de otros y se convirtió en el editor de sus propios libros.
En las primeras filas alcancé a distinguir a un grupo de jubilados que escuchaban con atención y se reían cuando Martín contaba su historia favorita: la del tigre de su tío, el tigre que cazó; esa historia como germen de la literatura, contar una historia y que quien te escucha o te lee te crea. Nada de lo que su tío había contado era del todo cierto, en su relato se había impregnado la ficción.
Quien pone un pie en el taller de Martín Solares verá cómo dibuja los relatos. Después de analizarlos, de escuchar las opiniones de los alumnos, de los soñadores, de los que un día serán llamados colegas, Martín traza unas líneas y dice mirándote a los ojos: tu relato tiene esta forma. Explica con detalle los retos a los que te vas a enfrentar y cita a cientos de autores que tienes que leer y alguno de ellos siempre será Rulfo.
La mejor parte de estar en sus clases es cuando te desafía. Un periodista le escribe a Martín: quiero entrar a tu taller, pero no tengo formación literaria, escribo bajo presión, soy esclavo de las horas de cierre y no creo que deba revisar 20 veces mis textos. Tampoco pienso guardarlo en un cajón a que se enfríe y corregirlo seis meses después. Publico y vivo con prisa. Contesta como lo hace siempre, pero el periodista aún no lo sabe: prueba una clase y si te gusta eres bienvenido colega.
El periodista revisa sus archivos, recupera sus cuentos dispersos; unos que escribió para que unos ojos azules se fijaran en él, otros sobre sus recuerdos de una huelga universitaria, unas crónicas que se volvieron ficción. Revisa, hurga, los huele, ninguno lo convence. Se tiene que apurar, en dos semanas tendrá que compartir ante la clase 20 páginas. Teclea con fuerza, como los puñetazos que recibía en el barrio de su infancia. Hay sangre, olor a café y muertos que le hablan, de nuevo, siente su respiración y sus miradas en su hombro.
A la siguiente sesión del taller el periodista busca a Martín y le dice: tenías razón (es algo que dirá más a menudo). Le explica que su cuento le pidió más personajes, más recuerdos, cuartillas carnívoras que pedían más sacrificios. Los ojos de Martín se clavan en los del tallerista y lo interrumpe, con una sonrisa, con entusiasmo: ¡es una novela!
Y el periodista recuerda las palabras de Martín: escribir es como meterse al mar y la novela es adentrarse mar abierto, con miedo, con recelo, con arrojo. ¿Vendrá una tormenta?, ¿cuándo?, ¿a dónde me llevarán los vientos?, ¿naufragaré?
En cada sesión unas 20 personas comparten el diálogo con sus fantasmas. Se discute, entre colegas, si sus espectros logran ser de carne y hueso, si logran escucharlos, si interpretan correctamente sus silencios, sus dolores, sus sueños. En una de las tantas sesiones se analiza la novela de Tayde.
Cuando la leí me conmovió, me identifiqué con la ruptura de esos amantes, adiviné sus rostros, supe sus colores favoritos y de qué número calzaban. “Está lista para publicarse”, pensé al terminar de leerla. Pero mi primera lección llegó. La sugerencia de Martín fue que debía ser narrada de forma diferente. Eso significaba reescribirla.
Y así ocurrió. La otra sorpresa del taller es que quien es analizado sólo es un invitado sin voz ni voto. Sólo toma nota y sonríe cuando la crítica se hace presente.
Quien escribe no sólo habla con ángeles y demonios, con apariciones y ánimas. Quien escribe investiga. Si es una novela histórica el autor tiene que hundirse en libros de la época y archivos. Hay que revivir momentos, hay que dialogar con muertos intocables, efigies, monumentos.
Martín Solares cuenta que para escribir Los minutos negros y No mandes flores entrevistó a policías de Tampico y le fue muy mal. “Los silencios y los eufemismos de los policías fueron más reveladores que las respuestas que me daban”.
Se conmueve cuando le cuento que uno de los pasajes de Los minutos negros, en el que aparece Rigo Tovar, me ayudó a arrancarle una sonrisa a una persona muy querida. “¿De verdad? Me reconforta escucharlo”. Y el taller continúa y me viene a la cabeza este pasaje que escribió.
“No viene mucha gente a la hemeroteca. Ahora que me acuerdo, sólo otra persona me ha pedido ese tomo, la enterramos hoy por la mañana”.
dmr