A un costado del Pantéon, en el Barrio Latino, se encuentra resguardado uno de los secretos más valiosos de París: la Biblioteca literaria del coleccionista y mecenas Jacques Doucet. Nada indica al paseante su existencia, salvo una pequeña placa junto al timbre. Así, al caminar frente al estrecho edificio que la acoge, nadie podría imaginar que ahí se encuentran reunidos —protegidos de la dispersión propia de nuestra época— los manuscritos, ediciones originales, libros de artista de autores que abarcan más de un siglo de creación: de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, pasando por los dadaístas y surrealistas hasta autores como Char y Malraux. A pesar de lo excepcional de su acervo, la biblioteca sigue siendo poco conocida por el público y no es raro ser su único lector durante los horarios de apertura.
La riqueza de sus colecciones la ha obligado a extenderse entre varios pisos en donde se mezclan no solo libros y documentos, sino también muebles —como las bibliotecas y escritorios que pertenecieron a Michel Leiris, André Breton o al filósofo Henri Bergson— u objetos, como los abanicos en los que Mallarmé escribió una serie de poemas o la máquina de escribir de Paul Valéry, que la falta de espacio ha hecho cohabitar con la fotocopiadora. El legado de los numerosos escritores y creadores que alberga la biblioteca hace patente la idea que desde un inicio le dio forma: conservar las huellas de aquellos que pensaron y trabajaron por la modernidad, por renovar la literatura, al desplazar sus límites, perturbándola, intentando encontrar siempre algo nuevo.
La originalidad de la empresa de Jacques Doucet residió en su voluntad de reunir no solo la obra acabada, sus ediciones raras, sino también los manuscritos, la correspondencia y las galeras corregidas, que entonces no se valoraban como hoy. Uno de los ejemplos más notables quizá sean los manuscritos y pruebas de obras mayores de Apollinaire como Alcoholes, Caligramas o El poeta asesinado, documentos que permiten seguir paso a paso su composición, pues lo que a Doucet le interesaba ante todo era el proceso de creación; de ahí que llegara incluso a pedir a los autores que financiaba (entre ellos Paul Reverdy, Max Jacob, Raymond Radiguet, Blaise Cendrars, Robert Desnos) textos que explicitaran su poética. Así, cada uno de sus fondos constituye una verdadera “biografía de la obra” de los autores que integran su colección.
En solo trece años, de 1916 a 1929, Jacques Doucet logró constituir su biblioteca gracias a las recomendaciones de sus consejeros literarios. El primero de ellos, el escritor André Suarès, miembro del llamado grupo de la Nouvelle Revue Française (junto con Gide, Claudel y Valéry), le sugirió constituir una biblioteca tomando como modelo la de Montaigne: una biblioteca en la que la amistad y la filiación cobrarían toda su importancia. De esta primera etapa, provienen los manuscritos de los que fueron considerados por Suarès y su grupo como los precursores de la modernidad literaria que, decían, ellos mismos se encontraban construyendo: Baudelaire, Nerval, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé o aún J. K. Huysmans, Alfred Jarry y Marcel Schwob. De esta forma, llegó a la colección de Doucet uno de sus documentos más preciados: la primera carta que Baudelaire dirigió a Richard Wagner, y que Doucet compró a su viuda Cosima, en la que expresa su admiración por el compositor y describe las sensaciones inauditas que su música le procuraba. Gracias a las recomendaciones de Suarès, integraron también la colección la última correspondencia de Rimbaud, alrededor de 29 cartas del periodo en el que fue comerciante y contrabandista en África. Algunas de ellas provienen de Adén, en Yemen, y otras de El Cairo, aunque la mayoría fue escrita desde ese lugar tan remoto y exótico que entonces era Harar, en Somalia. En ellas se quejaba de esa “maldita región” en la que era tan difícil ganar dinero: “Quien viene por aquí nunca correrá el riesgo de volverse millonario —de no ser de piojos, si frecuenta de muy cerca a los indígenas—” (carta del 18 de mayo de 1889).
La biblioteca siguió ampliándose de una manera que solo el azar hizo posible mediante el encuentro entre Doucet y André Breton a finales de 1920. En un principio, el escritor fue su consejero literario y artístico, aunque rápidamente comenzó a trabajar para él como su bibliotecario. Su objetivo consistió en seguir completando la biblioteca tal como la había concebido Suarès y, al mismo tiempo, continuar enriqueciéndola con lo más notable de la literatura que se estaba creando en su momento: “Respecto a la biblioteca poética, para constituirla, Aragon y yo nos hemos basado en el punto de vista poético actual que equivale, a fin de cuentas, a un criterio de valor. Hemos debatido largamente sobre la lista de manuscritos que queríamos proponerle. De manera deliberada, hemos descartado los nombres de los poetas consagrados de hoy; […] tal vez pensará usted, al igual que nosotros, que su biblioteca debería adquirir manuscritos de escritores aún no clasificados, por los que estaría dispuesto a correr un riesgo, como hasta ahora lo ha hecho en todos los dominios” (carta del 16 de octubre de 1922).
El célebre Uli de André Breton
El papel de Jacques Doucet en la producción del surrealismo fue determinante debido al apoyo económico que le dio. Así financió, por ejemplo, la revista Littérature —verdadero laboratorio de creación del movimiento— o varios de sus textos clave, entre los que se encuentran El campesino de París de Aragon o El pesa–nervios de Antonin Artaud. De hecho, fue gracias a Breton que dos personajes tan disímiles como Doucet y Artaud pudieron conocerse. En una carta, Breton le escribe así al mecenas: “Me gustaría también que conociera a Antonin Artaud, que es el hombre más curioso e interesante que haya conocido desde hace años”. Su breve encuentro dejó al coleccionista una impresión “enfadosa” pues, como era de esperarse, Artaud no hizo prueba alguna de diplomacia, como la que solía practicar Breton con su empleador. A pesar de todo, sin duda para complacer a Breton, Doucet compró uno de sus manuscritos, titulado “Tres cuentos”, que se incluiría posteriormente en El ombligo de los limbos. Asimismo, sostuvo la publicación del célebre Pesa–nervios para agradar a Aragon, que comenzó a trabajar a su servicio a partir de 1922.
Cansado de todo el mal que sabía se decía de él a sus espaldas, Doucet dejó de emplear al escritor surrealista en 1925. Su relación terminó definitivamente cuando Breton, junto con Aragon, se adhirió al Partido Comunista en 1927. De su colaboración, sin embargo, han quedado cerca de un centenar de cartas que desde 1920 hasta 1926 el escritor dirigió a su mecenas. En ellas, con una letra clara y aplicada —que sorprendía a más de uno al descubrirla, como lo hacía notar Philippe Soupault—, Breton discurría sobre literatura, poesía, pintura y, en ocasiones, le hacía confidencias acerca de su carácter y de su concepción de la existencia: “Sus cartas pueden hacer gran bien a mi ánimo. Me conmueve sobremanera el interés que usted manifiesta hacia mí (después de tantas decepciones, tal vez) como para que no le diga doblemente gracias. Siento el deseo de confiarme con usted: algún día verá que soy incapaz de cálculo” (carta del 4 de enero de 1921). Este tono de cercanía y cierta intimidad incluso no le impidió más tarde que se refiriera a Doucet como un “Ubú protector de las artes”, signo tal vez del remordimiento de haberse comprometido en una relación que él mismo definió como una “serie de malentendidos aceptables”, o bien marca el repudio que le producía haber recibido los subsidios de un capitalismo que rechazaba. No obstante, Doucet siguió ampliamente los programas de adquisición que André Breton le presentó y apoyó el surgimiento de una nueva concepción de la literatura y el arte.
Robert Desnos fue su último consejero literario y, gracias a sus recomendaciones, la biblioteca se enriqueció con un vasto conjunto documental sobre el surrealismo: octavillas, volantes, revistas, ediciones raras. A su muerte, en 1929, Jacques Doucet legó todas sus colecciones a la Universidad de París, las cuales han continuado ampliándose siguiendo la lógica que le dio forma. Así, autores tan diversos como Michel Leiris, Émil Cioran, Pierre Klossowski, Jacques Dupin, André du Bouchet, Bernard Noël y Claude Simon donaron a su vez sus fondos manuscritos e impresos.
Es quizá André Gide quien ha definido de la manera más justa el legado de Jacques Doucet: “Insensible a los rumores de la prensa y de los salones, sin nunca dejarse seducir por los éxitos preparados ni las celebridades pasajeras, escuchando solo su gusto muy certero, este conocedor no supo ocuparse si no de los artistas y escritores, con frecuencia desdeñados por la moda, que ofrecían grandes ocasiones de perdurar. Sus predilecciones, que con frecuencia fueron contrarias al gusto del momento, sorprendieron al principio. Si, como uno puede pensarlo, el futuro ratifica las apreciaciones de Jacques Doucet, quienes vengan tendrán que estarle muy agradecidos al trabajar en esta biblioteca, cuya importancia se reconocerá aún más con el correr del tiempo”.
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N. de la A. Agradezco a la Biblioteca literaria Jacques Doucet su recibimiento, en particular a Philippe Blanc por todo lo que me permitió descubrir en ella.