Bernard Sumner: buen roquero, buen escritor

Se acaba de publicar ‘New Order, Joy Division y yo’, relato biográfico de este músico fundador de uno de los grupos post-punk más importantes de los años setenta.

Integrantes de Joy Division: Peter Hook, Ian Curtis, Bernard Sumner y Stephen Morris.
Silvia Herrera
México /

Como es habitual, los mártires siempre atraen más atención. Por ello la figura de Ian Curtis, el suicida cantante del grupo de Manchester Joy Division, ha opacado, tendríamos que decir injustamente, a sus compañeros de grupo. Por eso resulta importante la aparición de New Order, Joy Division y yo (Sexto Piso, 2015) de Bernard Sumner, guitarrista y cantante, otra de las piezas fundamentales del sonido de Joy Division, el cual refinó letrística y musicalmente la aspereza del punk. Sumner aún se mantiene vigente con su derivación, más estilizada, New Order.

Claro que la fórmula sexo, drogas y rocanrol domina el volumen, pero de forma matizada. Llena de humor está la anécdota de cómo convirtieron a los recién estrenados estudios Real World, de Peter Gabriel, en un antro para hacer una fiesta acid house, dejándolo hecho una cochinada, para espanto y enojo del encargado, quien amablemente les había dicho que podían celebrar el fin de la grabación del disco Technique. En cuanto a las drogas, en realidad ni en la época de Joy Division ni con New Order los integrantes eran consumidores y únicamente hay una breve referencia a una sustancia blanca que probó Sumner en Estados Unidos. Lo que sí cuenta es que cuando llegó el “éxtasis” a Inglaterra en 1989, una muchacha murió por consumirlo en The Haçienda, uno de los clubes creados por la gente que los manejaba. El trágico hecho se debió a los efectos secundarios que la droga provocaba en el sistema inmunológico.

Pero si hay algo que se debe destacar, es la calidad de la escritura de Sumner. Su sentido narrativo y capacidad descriptiva hacen que la lectura sea fluida y placentera. El incipit, como debe ser, atrapa de inmediato y logra que no abandonemos la lectura del libro: “Los Ángeles produjo a los Beach Boys. Dusseldorf produjo a Kraftwerk. Nueva York produjo a Chic. Manchester produjo a Joy Division”. Y luego de explicar cómo los ambientes de sus ciudades se conectan con la música de los tres primeros, al hablar de su primer grupo lo hace con una admirable economía de medios: “Joy Division sonaba como Manchester: frío, disperso y, a veces, sombrío”. Una frase contundente, precisa e inolvidable. Esa revelación, que tenía grabada como “una instantánea, una fotografía mental que nunca he olvidado”, surgió una fría noche “de niebla helada, pegajosa” cuando tenía 17 años y estaba con unos amigos (entre ellos, el bajista Peter Hook, que lo acompañará en sus dos grupos) y pasó un coche en el que una muchacha estaba gritando, lo cual le hizo aflorar un sentimiento de rebeldía en contra de su circunstancia.

Luego de esta introducción, comienza a hablar de su vida. Sumner nació el 4 de enero de 1956, o sea que es sesentañero (Ian Curtis también es del mismo año, pero del 15 de julio) y creció en un barrio obrero. Su madre, Laura Sumner, padecía parálisis cerebral y no conoció a su padre. Bernard fue criado por sus abuelos maternos; acaso de su abuelo John, “un hombre bastante culto e interesante”, haya heredado el temperamento artístico. En la escuela primaria, cuenta, “aprendí a leer y me aficioné a todo lo que era actividad artística”. Pero si ya de suyo el pertenecer a una familia pobre hacía que el futuro no se presentara halagüeño, además tuvo que soportar las groserías de un maestro clasista. El señor Strapps, su maestro de modelar arcilla, era un ser “absolutamente terrible”. “Ya solo su nombre”, nótese la cultura literaria de Sumner, “suena como si lo hubieran sacado de una novela de Dickens, y en efecto, podría haber salido perfectamente de las páginas de Tiempos difíciles”. Pues bien, el señor Strapps, le dijo brutalmente un día que leía un libro de poesía: “Escucha, muchacho, teniendo en cuenta de dónde procedes, vas a terminar trabajando en una fábrica, así que no tiene ningún sentido que leas cosas como ésa”. Para decepción del profesor, triunfó la clase obrera.

Inevitablemente, Bernard estaba obligado a escribir sobre Ian Curtis. En este caso, podemos estar de acuerdo o no, pero vale la pena la reflexión que efectúa para explicarse su suicidio. Afirma que a los 20 años estamos maduros físicamente, pero “nuestras emociones se quedan rezagadas”. A esa edad, continúa, “todavía no estás equipado para tratar con toda la mierda que la vida te lanza. Pienso que si consigues hacerlo a esa edad, entonces ya puedes hacerle frente a todo. Tristemente, Ian resultó ser una de esas personas que no lo consiguieron”.

Finalicemos con lo que escribe sobre la música de Philip Glass, que rompe con el estereotipo del salvaje con raíces punketas. En estos renglones aparece alguien que ha sabido educar sus sentidos. Teniendo como motivo el océano y la formación de las olas escribe: “El movimiento de las olas es repetitivo, pero siempre diferente, cada una genera su propia forma con su energía y su armonía particulares, y la música de Philip funciona exactamente de la misma manera”.

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