En 2001, Paul Auster publicó un libro emblemático de la narrativa estadunidense contemporánea: Creía que mi padre era Dios. El tomo reúne los mejores relatos que Auster recibió en un experimento de la radio pública.
Los escuchas debían mandar sus textos para ser leídos al aire. La jugada editorial del autor de La Invención de la soledad arrojó un muestrario muy nítido de la sociedad americana de comienzos de siglo. La narrativa total confunde la ironía con la superficialidad y la paternidad con la orfandad y lo profundo con lo artificial.
Los testimonios hablan, claramente, de un público con necesidades sicológicas distintas a las que los Baby Boomers o los de la llamada Generación X. Si la Segunda Guerra Mundial había creado el lema “papá salió por cigarros y no volvió” (la juventud nació justamente ante la ausencia de una figura paterna sólida), la Guerra Fría dio forma a la burla descarada del padre en las disfuncionales familias de la era del consumo a gran escala.
La sociología de la segunda mitad del siglo atribuyo al campeón deportivo la desplazamiento de la figura masculina: en el país del récord, el rompemarcas se constituyó en una referencia aspiracional en los muchachos de la era bipolar.
En noviembre de 1989 se vino para abajo una forma del mundo. La caída del Muro de Berlín -cuyos efectos no han terminado de suceder- abrió el campo para una nueva sicología social. Estados Unidos había ganado la batalla a los soviets, con la ayuda de Juan Pablo II y Margaret Tatcher.
Se abrió paso la economía de libre mercado. Y la democracia se consolidaba como el sistema político menos imperfecto. Un mes después, el 17 de diciembre de hace 30 años, salió al aire una serie que cambiaría la forma de hacer televisión: Los Simpson.
Aquel especial de Navidad (Los Simpson Roasting on an Open Fire), transmitido por la Fox, sería un suceso en la era del entretenimiento. Los personajes se convertirían en una adicción para los telespectadores en la Unión Americana y , luego, en todo el mundo. Los Simpson dejarían, pronto, de pertenecer al exigido mundo de la televisión estadunidense.
Serían relacionados con las matemáticas, son la sicología, la sociología y hasta con la filosofía. Los ejemplares vendidos sobre estas materias se calculan en millones en todo el planeta. Homero -no es casual el nombre- se convertiría (los mismo sucedería con Malcom el de en medio) en el personaje estropeado y ridiculizado de una familia, al parecer, anómala.
Cuando los estadunidenses le pusieron el debido interés al asunto se dieron cuenta que, como dice José Emilio Pacheco, todas las familias pervierten y todas son pervertidas. No hay ninguna funcionalidad en el entramado familiar. Matt Groening, uno de los mayores cronistas de la posguerra fría, entendió muy bien que la mejor narrativa comienza en el entorno personal. Cada familia infeliz lo es as su manera, diría Tolstoi. El éxito de Los Simpson se debe justamente a eso: reúne a todas las familias infelices, a su manera.
Creía que mi padre era Dios parece un disparate, justo cuando ya no hay padre…ni Dios. La sátira con la que Bart trata a Homero es una durísima forma del parricidio: no sólo hay desplazamiento de la figura del progenitor: hay humillación. Un letal efecto Telémaco. La daga de Bart es una filosa artimaña: el padre en estado de descomposición, que no es capaz de darse cuenta de su decadencia.
Esta dislocación -desde el diseño mismo de los personajes- no termina en el núcleo familiar: la expansiva mofa alcanza las relaciones laborales, la comedia, el barrio y, algo atractivo: los personajes famosos. Aparecer en uno de esos episodios garantiza el eterno epitafio para el involucrado. Hace 600 capítulos el mundo era otro.
DIGL