Todos los jazzistas somos ciudadanos del mundo que hemos cruzado fronteras para poder seguir tocando. Para nosotros, la lucha por nuestra música ha implicado alejarnos de nuestro lugar natal, como Paquito D’Rivera, para quien, como para mí, Nueva York se ha convertido en su segunda casa.
Veo a Paquito del otro lado de la pantalla, familiar, abrazador e infinitamente divertido. Y como un libro de Isabel Allende, descubro la exuberancia de una vida florida y generosa. Entre sus recuerdos me cuenta que su madre era quien confeccionaba sus camisas de mangas de globo, las chaquetillas “a la Pedrito Rico” y los fracs verde y blanco que portaba Paquito desde los seis años en sus conciertos, durante una infancia en la que los discos de Stan Getz, Lester Young y las orquestas de Duke Ellington y Benny Goodman, que su papá Tito le hacía escuchar, fueron dejando huella en uno de los músicos latinoamericanos más celebrados de nuestro tiempo. Paquito, en el futuro, encontró su hogar en la misma ciudad donde esas grandes orquestas de jazz florecieron.
Su primera visita a Nueva York fue a los 12 años para tocar en el entonces Teatro Puerto Rico. Muchos años después celebraría, en el icónico Carnegie Hall, 50 años de carrera con la Orquesta Sinfónica de las Américas, dirigida por Tania León con invitados como Cachao, Bebo Valdés, Pablo Ziegler, Michael Camilo, las Hermanas Márquez, el quinteto New York Voices y Andy Narrel, entre muchos, muchos otros.
Para Paquito esta es la ciudad de sus sueños y es en ella donde se reveló su visión artística representada en su obra Panamericana Suite, comisionada por Jazz at Lincoln Center Orchestra, una impresionante síntesis cultural que abarca América del Norte, Central y del Sur, donde el batá cubano, el bandoneón argentino, el cuatro venezolano y la marimba sudamericana danzan juntos al pulso del mar Caribe.
La primera vez que lo escuché en vivo fue en 2015 en el Palacio de Bellas Artes, en Ciudad de México, con la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por Carlos Miguel Prieto, y recuerdo que el público lo abrazó como si fuera propio. Paquito habita en el corazón de México y me cuenta de su cercanía con mi tierra natal; una de sus primeras aproximaciones a otros géneros fue una pieza que escribió en los años setenta, dedicada al compositor mexicano Moncayo, “Wapango” (con W), que creció con las películas mexicanas del Cine de Oro, riendo con las ocurrencias de los comediantes como Tin Tan y Clavillazo, y posteriormente Cantinflas, por quien tiene una especial fascinación. No por nada Paquito cuenta su historia personal de exilio, peregrinaje, desencuentro y asimilación de una nueva tierra con humor, que bien dice Woody Allen: “La comedia no es más que tragedia más tiempo”.
Con su risa, Paquito abraza y unifica, como lo ha hecho integrando a Brasil en la conversación de las Américas, creció escuchando a su papá tocar en su saxofón el tema “Tico Tico”, de Zequinha de Abreu, para después escuchar a Charlie Parker hacer una interpretación monumental de este tema con la Orquesta de Machito. Me cuenta que el primer concierto que dio con su quinteto ya radicado en la Gran Manzana fue en un loft llamado Sound Escape. Ahí conoció al músico Gaudencio Thiago de Mello, quien le habló del trompetista brasileño Claudio Roditi, el cual se convirtió en amigo entrañable y el encargado de presentarle al baterista Portinho, al bajista Sergio Brandao y, posteriormente, a la cantante Leny Andrade. Con ellos escuchó el tema “Estamos aí”, de Durval Ferreira, que adoptara como un himno personal al amor, la paz y la vida, y que a la fecha incluye en sus repertorios.
Recientemente, en agosto de 2021, Paquito fue mi invitado especial en un concierto que di, ofrecido por el gobierno de la ciudad de Nueva York en Little Island, el nuevo atractivo proyecto arquitectónico de Manhattan donde se celebraba la resiliencia y el espíritu de reconstrucción en una época en la que la pandemia forzó al mundo a modificar la forma de conectarnos y crear comunidad en una forma de renacimiento.
Fue una emocionante noche cálida y de luna llena a la orilla del río Hudson. Cuando tocamos Gracias a la vida, de Violeta Parra, la luna se asomó amplificando el brillo del reflejo de las aguas, Paquito en el escenario nos transportaba a un mundo lleno de posibilidad y alegría; su clarinete —o saxofón— son la extensión de una elocuencia infinita que nos recuerda todas las flores, aves, mares, ríos, querencias y secretos impregnados en los muros de nuestra memoria emocional latinoamericana. Nos recuerda, como dice la canción, que “estamos ahí”, que la música prosigue si todos cantamos, que la música vale, crece y vence, y como él mismo me dice: “Si el final del mundo llegara a mí, lo bailado nadie me lo quita”.
bgpa