México es uno de los países llenos de leyendas y mitos en sus diferentes estados, cada una comparte la historia, vivencia y experiencia de muchas personas, lo que ha provocado que a lo largo de los años se vuelva un misterio saber si son reales o no.
El estado de Veracruz alberga la leyenda de La Mulata de Cordoba, redactada por el escritor, Luis Gonzales Obregón, en su libro Las Calles de México, publicado en el año de 1922.
Aunque existen muchas versiones, la escrita por Gonzales Obregón ha sido la que más ha resaltado a lo largo de los años, no solo por la historia, sino por la época tan complicada en la que se desarrolla. La Santa Inquisición no fue tan vistosa en México como lo fue en Europa, sin embargo, su participación dejo una leyenda detrás.
La leyenda de La Mulata de Cordoba
Cuenta la tradición, que hace más de dos centurias en la poética ciudad de Córdoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de sus años.
Nadie sabía hija de quién era; todos la llamaban la Mulata.
En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una hechicera, pues muchos vecinos aseguraban que al pasar a las doce por su casa, habían visto que por las rendijas de las ventanas y de las puertas salía una luz siniestra, como si por dentro un poderoso incendio devorara aquella habitación.
Otros decían que la habían visto volar por los tejados en forma de mujer, pero despidiendo por sus negros ojos miradas satánicas y sonriendo diabólicamente con sus labios rojos y sus dientes blanquísimos.
De ella referían prodigios.
Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su hermosura, disputábanse la conquista de su corazón. Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí la creencia de que el único dueño de sus encantos era el Señor de las Tinieblas.
Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y a la misma hora; y llegó a saberse que un día se la vio a un tiempo en Córdoba y en México; “tenía el don de ubicuidad” —dice un escritor— y lo más común era encontrarla en una caverna o en un cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire vulgar y sin revelar el mágico poder del que estaba dotada.
La hechicera servía también como abogada de causas imposibles. Las muchachas sin novio, las jamonas pasaditas que iban perdiendo la esperanza de hallar marido, los empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en túnicas y joyas con la virreina, los militares retirados, los médicos sin enfermos, los abogados sin pleitos y los jóvenes sin fortuna, todos acudían a ella, todos la invocaban en sus cuitas y a todos los dejaba contentos, hartos y satisfechos.
¿Qué tiempo duró la fama de aquella mujer, verdadero prodigio de su época y admiración de los futuros siglos? Nadie lo sabe.
Lo que sí se asegura es que un día la Ciudad de México supo que desde la villa de Córdoba había sido traída a las sombrías cárceles del Santo Oficio.
Pasados algunos días se dijo que el pájaro había volado hasta Manila, burlando la vigilancia de sus carceleros... más bien dicho, saliéndose delante de uno de ellos.
¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué poder tenía aquella mujer, para dejar así con un palmo de narices, a los muy respetables señores inquisidores?
He aquí la verdad de los hechos.
Una vez, el carcelero penetró en el inmundo calabozo de la hechicera, y quedó verdaderamente maravillado al contemplar en una de las paredes, un navío dibujado con carbón por la Mulata, la cual le preguntó con tono irónico:
—¿Qué le falta a ese navío?
—¡Desgraciada mujer —contestó el interrogado—, si tuvieras temor de Dios, si te arrepintieras de tus pasadas faltas, si quisieras salvar tu alma de las horribles penas del infierno, no estarías aquí y ahorrarías al Santo Oficio el que te juzgase! ¡A ese barco únicamente le falta que ande! ¡Es perfecto!
—Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, andará, andará y muy lejos...
—¡Cómo! ¿A ver?
—Así —dijo la Mulata. Y ligera saltó al navío, y éste, lento al principio, y después rápido y a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por uno de los rincones del calabozo.
El carcelero, mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus órbitas, con el cabello de puntas, y con la boca abierta, vio aquello sorprendido.
¿Qué fue el Santo Oficio?
El Santo Oficio de México fue un tribunal de justicia eclesiástica encargado de atender los delitos cometidos contra la fe católica por la población no india, por lo cual encabezó juicios inquisitoriales que llegaron al cumplimiento de sentencias donde el castigo más extremo, pero menos impuesto por la extinta institución fue la “relajación” o pena de muerte, aplicada a algunos reos que habían cometido faltas asociadas con la herejía.
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