Secuestros y persecuciones. Camionetas incendiadas. Amenazas de narcotraficantes. Caminatas en la montaña de hasta un día. Operar y auscultar sin energía eléctrica ni agua potable. Reportes de manoseos, acoso y violaciones sexuales a mujeres. Sicarios apuntando al personal médico mientras maniobra. Esas son algunas de las experiencias que todos los días sortean los médicos mexicanos que, por ley, realizan su servicio social y pasantía en zonas de alta marginación de la sierra de Guerrero, como Tlapa, Acatepec, Metlatónoc y Cochoapan.
Se trata de comunidades pobres:
“A un compañero de otra brigada estuvieron a punto de matarlo solo porque no quiso colocarle el suero a la mamá de uno de los narcos locales”, cuenta José Domínguez Chamú, cuya pasantía la hizo en la sierra, aunque esta anécdota ocurrió cuando trabajaba para Médicos Sin Fronteras. “Las enfermeras, una irlandesa y una americana, y el colega médico tuvieron que salir corriendo. Los anduvieron persiguiendo con un cuerno de chivo. Los encontramos dos días después”.
Domínguez Chamú trabajó en Metlatónoc, uno de los municipios más pobres de América Latina. “No hay agua, no hay luz”, se queja.
“Usábamos de consultorio nuestras camionetas porque las aulas carecen de piso y ventanas. Sentábamos o acostábamos a los pacientes en cajas. Y si había lluvia y derrumbes, caminábamos hasta un día para llegar a la comunidad”.
Domínguez Chamú no sólo atendió pacientes en la Montaña de Guerrero. También elaboró un estudio sobre muerte materna e infantil y aprendió, por ejemplo, que las mujeres no les ponen nombres a sus bebés o tienen más de 10 hijos porque saben que la mitad se mueren, y los que sobreviven se dedicarán al cultivo de la mariguana y la amapola, donde la vida también es corta.
“Una de las grandes lecciones es la de no preguntar el nombre del paciente”, dice el entrevistado y enseguida cuenta que, en una ocasión, un convoy de militares lo detuvo a él y a otros médicos, pese a contar con todos los permisos. “Nos abrieron todos los frascos de medicamento pensando qué traíamos drogas. Nos poncharon la llanta de refacción para ver si cargábamos droga. Al chofer y a mí nos jalonearon y patearon, y a las cuatro compañeras, más dos traductoras, las manosearon. Nos dejaron ir con la advertencia de no volver a entrar a la zona porque éramos sospechosos”.
Gabriel Pérez Rendón, médico en la Unidad de Quemados, del Hospital Pediátrico de Tacubaya, de Ciudad de México, recorrió como pasante y altruista las zonas marginales de Chiapas y del norte de Hidalgo, y todavía se acuerda de cuando lo encañonaron con una ametralladora.
“Me salvé porque traía mi gafete de médico”, cuenta. “Hay lugares donde tenía que estarles explicando a esos señores que trabajaba en la comunidad”.
Pérez Rendón, quien también ha trabajado con infantes quemados en Pakistán, dice que la vida depende del humor de los grupos delincuenciales.
“El humor determina si vives o mueres. A mí me ocurrió eso varias veces. Afortunadamente, la comunidad intervino y me defendió”, cuenta y enseguida denuncia que las mujeres que él conoció, casi todas menores de 40 años, son acosadas, agredidas sexualmente y violadas. “Hemos tenido casos muy sonados y no hay justicia”. En Nayarit, Tamaulipas, Sonora, Chihuahua, Guanajuato, Michoacán y Guerrero se registran los casos de mayor violencia sexual contra las médicas y enfermeras. Sin embargo, no hay condenados.
Para Pérez Rendón, la negativa de trabajar en esas zonas es “por la incapacidad” de las autoridades federales, estatales y municipales para garantizar la seguridad de los médicos, y porque “se carece de luz, agua o de una carpa” dónde atender a la población con dignidad: respeto a sus usos y costumbres, asesoría con traductoras y, en algunos casos, permisos del cura del lugar.
“Hay regiones donde el personal de salud no sólo lidia con que los narcos son las propias autoridades o con que debemos atender pacientes desmembrados”, dice ahora Fabián Infante, licenciado en enfermería y obstetricia en el Hospital Regional de Alta Especialidad de Ixtapaluca, Estado de México. “También lidiamos con la agresividad de la población. Es gente que se desespera cuando, después de caminar horas o días para ser atendidos, les decimos que no hay medicamentos o que ahí no los podemos operar”.
Según Infante, en esas zonas sólo hay dos caminos: enrolarse a la dinámica del crimen organizado o renunciar al trabajo para conservar la vida. De hecho, la Asociación Mexicana de Médicos en formación tiene el dato de que, hasta el 2018, había 633 denuncias de asesinatos de pasantes y otras 78 por agresiones físicas.
En Zacatecas son recientes dos hechos: los asesinatos del paramédico Luis Fernando Montes de Oca Armas y del chofer de ambulancia Octavio Romero Díaz, quienes realizaban su servicio social. Sucedió el 30 de junio de 2021, mientras trasladaban a un herido por arma de fuego. Una semana después, el 8 de julio de 2021, la radióloga María Esther Talamantes Bañuelos recibió varios disparos. Ese mismo julio, pero en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Michele Colosio, un radiólogo italiano-mexicano fue asesinado en un asalto. Famoso también es el homicidio de Miguel Ángel Camacho, directivo del ISSSTE en Mazatlán, Sinaloa, baleado en mayo de 2017. En su velorio asistió todo el pueblo.
Un médico que prefirió el anonimato contó a MILENIO que fue secuestrado por Los Zetas para que atendiera a los heridos durante enfrentamientos con otros grupos. “Me salvó porque le salvé la vida a unos de los capos”.
ledz