En el norte del estado de Baja California Sur, rumbo al puerto del “Chaparritos” se localiza —casi abandonado— un peculiar camposanto, cuya característica principal es que sólo se observan tumbas de niños menores que no rebasan los diez años de edad, según sus lapidas.
El panteón está rodeado de pequeños arbustos desérticos; no hay cercos, no hay bardas, las lápidas no tienen floreros ni capillas ni restos de veladoras y, pese a que lucen en total abandono, la gran mayoría de las tumbas tiene al pie de la cruz un pequeño juguete: ya sea una pelota, un osito, un conejo de peluche, un carrito de madera, entre otros.
Las tumbas (que no pasan de 70) en su mayoría tienen cruces de madera a flor de tierra, quizá las más recientes de la década llegan a tener cruces de hierro, pero son pocas.
Las tumbas no conservan datos del niño difunto; quizá por la erosión del suelo o los vientos marinos que se han encargados de borrarlos con el paso del tiempo.
Sin embargo, podemos ver juguetes en algunas tumbas, de personas que se sienten atraídos de la leyenda, llegan de día a visitar el cementerio de los niños.
Vecinos de Guerrero Negro aseguran que las tumbas son de los hijos de los primeros pobladores de la zona; mucho antes de que naciera la comunidad de Guerrero Negro, donde se encuentran los salitrales más importantes del mundo.
Nacimiento del panteón de los niños en el “Chaparrito”
Los más viejos de la comunidad de Guerrero Negro, dicen que la mortandad masiva de los niños “se debió a una rara enfermedad”. Otros cuentan que fue por una intoxicación que sufrieron los niños en alguna festividad de ese pueblo pesquero, fantasma, que nunca tuvo nombre, solo se le conoce como la zona del Chaparrito.
Pero ante el temor de que esta “rara enfermedad o intoxicación” pudiese contagiar a los demás habitantes, los estadunidenses, que exploraban en aquel entonces los salitrales de Guerrero Negro, pidieron a los padres de los niños fallecidos los enterraran lejos de la comunidad. Y así nació el panteón de los niños.
Habitantes septuagenarios de Guerrero Negro afirman, incluso juran, haber visto, haber escuchado con frecuencia en altas horas de la noche y por las madrugadas a niños jugando pelota, cantando alegres o paseando en triciclos a las afueras del panteón.
“Son los niños de Las Cruces, son los niños del Chaparrito, que quieren que nadie los olvide”, coincidieron algunas personas longevas de Guerrero Negro.
Se desconoce cuántas de las 70 tumbas de este peculiar cementerio son de los niños que no sobrevivieron en este pueblo pesquero fantasma. Asimismo, se desconoce cuántos eran hijos de los primeros obreros de la empresa Exportadora de Sal de Guerrero Negro, por los años 40.
Cabe mencionar que los niños muertos y sepultados ahí no tienen algún registro oficial; sus nombres no quedaron inscritos en alguna acta y en ningún libro, muchos se perdieron, incluso de la memoria de su parentela.
Las críticas condiciones de vida pudieron ser la causa de la alta mortandad de los infantes, quienes fueron los primeros pobladores de este camposanto, ubicado en una inhóspita y desértica región.
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Marina, comerciante de La Paz, comentó que por su trabajo ella viaja mucho a Tijuana, Baja California, y siempre procura transitar de día por la carretera transpeninsular, porque algunos tramos son sumamente peligrosos.
Señaló que fue en un puesto de crepas donde escuchó a unas personas, ya entradas en años, platicar del “panteón de los niños”.
"Fue ahí donde escuché que los niños de ese panteón salían de noche a jugar, sentí escalofríos”.
Dijo que en un viaje ya de regreso a La Paz se le hizo tarde; paró en el Hotel Punta Prieta, que está en medio de la nada, pero no había habitaciones y tuvo que continuar el viaje.
“No sé si la superstición me hizo creer que escuché la risas de los niños y hasta los imaginé jugando, a pesar de estar lejos de donde dicen que se encuentra el panteón”, expresó Marina.
De acuerdo con la historia de Baja California Sur, a inicios del siglo pasado decenas de familias inmigrantes, que en busca de fortuna caminaron en medio del desierto, en medio de la nada, llegaron a la mitad del tortuoso camino entre La Paz y Ensenada, lugar que durante décadas sólo se podía llegar entre brechas o pendientes rocosas, a pie o a caballo.
Las familias llegadas de Punta Prieta, Calmallí, Rosarito, El Arco, Santa Gertrudis y otros de Santa Águeda, Santa Rosalía, San Ignacio y más rancherías del entonces territorio sur de la Baja California Sur, de apellidos Arce, Macklis, Murillo, Gutiérrez, Espinoza, Romero, Arce, Tellechea, González, Rousseau, Sánchez, Duarte, Castillo, fueron los que empezaron a dar vida a este territorio casi desértico.
EH