Tan relajado, casi soporífero, es el pueblo, y tan sorprendente es que todo el mundo sale con su pintura blanca para el cuerpo, marcas en la cara de manchas de leopardo, cuentas y brazaletes, que pasa un tiempo para que uno note que todos los hombres cargan armas AK-47.
Cada uno, desnudo con excepción de una tela alrededor de su cintura y una sola pluma de avestruz en su cabello, se encuentra en un taburete de madera tallada, que también funciona como almohada.
Los cuerpos están rayados con tiras de gis blanco, como los esqueletos de Día de Muertos.
Algunos llevan brazaletes de cobre en el brazo y otros llevan cinturones reciclados de la mejor fuente de metal disponible, cartuchos de balas utilizadas.
Ya pasaron varios años desde que las AK reemplazaron las lanzas en este rincón en el sudoeste de Etiopía, dice Lale Biwa, uno de los pocos miembros de las tribus de Kara que pueden de conversar en inglés.
Más símbolo de estatus que un arma, ahora son prácticamente obligatorios para cualquier joven que quiera casarse.
A veces se usan en peleas entre las tribus del Valle del Omo, dice Biwa, o para matar a los enormes cocodrilos que se encuentran en las aguas color chocolate del río.
Aquí, en el valle bajo del Omo, ubicado a lo largo de las fronteras de Sudán del Sur y Kenia, pocos hablan amhárico, el idioma nacional de Etiopía. Muchos no pueden nombrar la capital, como Adís Abeba.
Etiopía da una sensación diferente de otros países del África subsahariana. Sin duda, a los etíopes de las tierras altas, de piel clara y custodios de uno de los alfabetos más antiguos del mundo les gusta pensar que sí.
Muchos trazan su herencia a la antigua civilización de Aksum, al Rey Salomón y a la Reina de Saba.
En estos días, el gobierno en Adís también se distingue. Desde que derrocaron al régimen Derg marxista de Mengistu Haile Mariam en 1991, el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope ha perseguido un plan de desarrollo basado en los tigres asiáticos.
Sus inversiones en presas y carreteras, y su fabricación en prendas de vestir y electrónicos quieren transformar un estado que alguna vez fue sinónimo de pobreza y hambruna en un país de medianos ingresos.
En su semidesnudez y separación cultural, Kara y las otras tribus indígenas del valle del Omo no encajan fácilmente en esa narrativa.
Desde Adís, con cafeterías, monorriel y el auge de la construcción, la gente en las tierras bajas de las Naciones del Sur está en un mundo aparte. Un estudiante de la Universidad de Adís Abeba no sabía cómo describir a sus compatriotas del sur. “Escuché que no usan ropa”, dice.
Abordamos un vuelo desde Adís en una nueva ruta de Ethiopian Airlines a Jinka, una ciudad tan desconocida para el personal del aeropuerto que uno negó que había un vuelo para ese lugar. Desde la pista de aterrizaje en Jinka, faltaban cuatro horas para llegar a la frontera con Sudán del Sur.
Este era un país de grandes cielos con colinas onduladas y, en un punto, un extraordinario paisaje urbano. Esto es lo que conocen la mayoría de los turistas, pero íbamos más allá.
En Murulle, abordamos un bote y surcamos las aguas del Omo, el río más poderoso de Etiopía después del Nilo, que se abre camino desde las tierras altas para desembocar en el lago Turkana.
Viajamos con Graeme Lemon, gerente general de Wild Expeditions, que lleva turistas al Lale’s Camp, una creación de Biwa. El campamento de tiendas de campaña, con agua caliente, baños con agua corriente y lujos de tipo safari, se ubica a orillas del Omo, al lado de Dus, uno de los tres asentamientos que pertenecen a la comunidad de Kara, una de las ocho tribus principales que viven en el valle bajo del Omo.
Cuando Biwa se asoció con Wild Philanthropy, una organización benéfica británica que busca utilizar el turismo para promover la conservación, no llegaron muchos a su campamento.
Los pocos que lo hicieron eran viajeros intrépidos con poco presupuesto. En su lugar, Wild Philanthropy promociona la experiencia a una clientela internacional rica, para canalizar más dinero hacia las comunidades.
Esto ayudó a establecer un operador turístico con licencia en Etiopía, Wild Expeditions, del cual Biwa es accionista.
Lale’s Camp no solo proporciona empleo a los miembros de la comunidad, dice Paul Herbertson, director de empresas de conservación de Wild Philanthropy, también hay planes para establecer una granja de vegetales para que los miembros de la aldea mejoren su dieta y vendan productos.
El campamento tiene una capacidad máxima para ocho personas y solo recibe un grupo a la vez. Probablemente no más de 40 personas lo visitan cada año. La tarifa incluye una “cuota de entrada al pueblo”; Wild Expeditions también lleva café y maíz, y algunos clientes ricos hacen donaciones.
Los miembros de la aldea se reunirán con nosotros bajo sus propios términos, dijo Lemon. No se alienta que se tomen fotografías, aunque está bien preguntar, siempre y cuando aceptemos si dicen que no.
Nuestro primer encuentro con los Kara fue en Dus, su capital de aspecto medieval, hogar de aproximadamente 1,000 personas. Poco después de atracar, nos encontramos con los hombres sentados despreocupadamente en sus taburetes pulidos, con las AK en la mano.
La conversación fue posible solo cuando Biwa traducía e incluso así no fue fácil. Nos comunicamos con sonrisas y gestos, o hacíamos preguntas simples sobre la familia, la dieta o la ropa.
Incluso preguntar cuántos años tiene alguien provocó confusión. Los Kara aparentemente no llevan la cuenta.