Fue hasta nuestra última mañana en Ámsterdam, después de dos días de explorar los canales y deleitarnos con Van Gogh, Rembrandt y Vermeer, que me llamó la atención una pequeña escultura de bronce en el patio de nuestro hotel. Fue cuando me di cuenta de que era como si nos hubiéramos hospedado en el sitio del Globe Theatre original de Shakespeare, en la orilla sur del Támesis.
La escultura rinde homenaje a tres poetas y dramaturgos de la Edad de Oro: Samuel Coster, Pieter Hooft y Joost van den Vondel. Hay mucho que celebrar sobre la escritura del trío, pero su conmemoración aquí tiene un propósito particular: eran aficionados del edificio original, el teatro Duytsche Academie. Con el paso de los años fue frecuentado por gobernantes de Europa.
En una señal de su prestigio, en 1737 Antonio Vivaldi dirigió su orquesta para conmemorar el centenario de la inauguración del edificio de piedra que reemplazó al original de madera. Todo lo que queda es la magnífica puerta de piedra con su triple arco con vistas al Keizersgracht; el teatro se quemó en 1772 cuando se produjo un incendio en una actuación. Sin embargo, esta historia, que en un país más ostentoso estaría estampada en todo el hotel, de manera encantadora queda para que el visitante la descubra y explore.
Para nuestra primera excursión a Ámsterdam, mi esposa y yo vinimos armados con una guía escrita hace casi 20 años por mi colega, el columnista de FT Weekend, Simon Kuper, quien creció en los Países Bajos. Rebosante de afecto, animado por su habitual conocimiento mordaz. Destilé sus pensamientos de la siguiente forma: 1) “Los holandeses hacen arte”; 2) “Siéntate en un café y lee un periódico, y luego haces lo mismo al día siguiente” (Simon originalmente escribió que “casi nadie trabaja en Ámsterdam y las tres personas que lo hacen son de medio tiempo”, pero dice que ahora eso es mucho menos cierto.) 3) “La Casa de Ana Frank está siempre llena, pero es muy conmovedora”.
Nuestro hotel, el Dylan estaba perfectamente ubicado para estas tres actividades. Apenas nos habíamos registrado antes de que el conserje nos entregara las entradas para el Rijksmuseum. Un recorrido de 15 minutos por las callejuelas y nos quedamos absortos ante “The Night Watch” (La Ronda de Noche). ¿Fuimos increíblemente afortunados? Allí estábamos en presencia de la colección más grande de obras de Rembrandt y Vermeer, sin embargo, parecíamos estar solos. Aturdidos, nos dirigimos al Dylan para cenar. Vinkeles, el restaurante con estrellas Michelin del hotel, estaba atestado. En su lugar, nos decidimos por el restaurante-bar y lo disfrutamos.
A la mañana siguiente retomamos nuestros pasos hacia el Rijksmuseum antes de dirigirnos al Museo Van Gogh. Una vez más, ¿dónde estaban todos? Una voz útil en la guía de audio nos instó a no permanecer mucho tiempo en la versión residente de “Los Girasoles” (Van Gogh pintó cinco). No era necesario, podríamos quedarnos y saborearlo todo el tiempo que quisiéramos, pasmados de nuevo, no solo por su brillantez, sino por su productividad absoluta, antes de dirigirnos a una peregrinación de la Segunda Guerra Mundial, que termina en el barrio judío.
La primera parada fue el museo de la resistencia holandesa. Es una exposición que refleja la torpeza de la historia. Más conmovedor por mucho fue el sencillo memorial de Auschwitz en un pequeño parque. No hay fanfarria. Su escultura de espejos rotos está justo debajo de un triste memorial cívico.
El segundo día terminó con una visita a la casa alta y discreta donde Ana Frank, sus padres, su hermana y otras dos familias se escondieron más de dos años. Por el peso de la historia en un espacio confinado, solo me recordó cuando visité la isla Robben a principios de la década de 1990 con expresos del apartheid. Tan implacablemente conmovedora es la historia que muchos de nuestro grupo estaban llorando.
Saturados por nuestra inmersión en dos líneas determinantes de los últimos siglos de Europa –el arte y la guerra– nos dirigimos a un bar con vistas a un canal y nos sentamos a beber. En nuestra última mañana seguimos los consejos de Simon y pasamos tiempo en la cafetería del hotel leyendo antes de un paseo final por los canales. Los tranvías rodaban a través de la niebla. Ciclistas zigzageaban entre los peatones. Ninguno llevaba casco. Era una visión del transporte del futuro. Inspirados, retomamos nuestra caminata original para tomar el tren a casa. Más tarde supe que la estación la diseñó el arquitecto del Rijksmuseum. Una vez más, la discreta esencia de Ámsterdam.