Había pasado mucho tiempo desde que el sol desapareció sobre las montañas a nuestra izquierda, cuando el capitán bruscamente le dio una vuelta al timón a babor y nuestro dhow (una embarcación a vela de origen árabe que se caracteriza por su velamen triangular) giró desde el Golfo para buscar el anclaje para pasar la noche.
Nuestro destino era una de las ensenadas rocosas que marcan los escarpados acantilados de la costa omaní. Vagamente escuché el murmullo de la orden, al que siguió un zumbido, un ligero chapoteo y el ruido de la cadena. Algunas luces parpadeantes delataron a un pequeño pueblo de pescadores a 800 metros de distancia. Nos acostamos de espalda en la cubierta superior maravillados por la claridad del cielo celestial, el calor de la brisa de diciembre y la falta de señal de teléfono móvil. La última vez que me envolvió un espectáculo con tantas estrellas fue hace dos décadas cuando viajaba por el desierto de Kalahari.
Fue en la mañana siguiente, cuando subimos a cubierta, que apreciamos el esplendor y la crudeza de las poderosas montañas Hajar que envolvían la bahía, y que caen al mar a solo 18 metros de nosotros. Uno de los miembros de la tripulación explicó que el terreno era tan inhóspito que solamente se puede acceder por mar al pueblo de Filam. ¡Pero qué mar! Hicimos una parada en Khor Habaleen, uno de los “fiordos” de la península de Musandam, un pequeño enclave de Omán que por tierra está rodeado por los Emiratos Árabes Unidos.
Durante tres días y dos noches, mi esposa Sophie y yo recorrimos el tramo noreste de la costa de Omán en una recreación moderna de un dhow tradicional omaní. Dhahab, que significa oro en árabe, está decorado al estilo de los grandes dhows del apogeo marítimo de la región hace dos siglos cuando sus príncipes -y piratas- dominaban el comercio del Golfo. Se construyó hace cuatro años y después de una temporada en Sharjah acaba de comenzar estos cruceros irreales.
En Dhahab hay lugar para que duerman seis personas en la cubierta inferior. Pero en nuestro viaje solo éramos nosotros dos y los cinco de la tripulación. Y de todos modos no estábamos navegando. Más bien estábamos de crucero.
Embarcamos en Zighy Bay, un exclusivo complejo turístico en la costa norte de Omán, después de una noche en una de sus villas. Estas se diseñaron para parecerse a las casas tradicionales de Omán. Gran parte del material es auténtico y local. La piedra es de las montañas; los tallos de hojas de palmera de dátiles forman las puertas. Cada villa tiene su propia piscina, aunque se encuentran a solo un minuto a pie del mar. Antes del desayuno fuimos a practicar body surf en las olas. En la noche tuvimos para nosotros la grande e inmaculada playa.
El primer día, después de unas horas en el mar, nos detuvimos en el pueblo de Lima para estirar las piernas. En 10 o 20 años, los lugareños seguramente serán más astutos respecto del potencial económico de los viajeros que se toman un descanso de su dhow, pero eso todavía no ocurre. Por ahora es una comunidad tranquila de sencillas casas blancas. Paseamos, sin que nos interrumpiera algún comerciante. Nuestro guía, Julius Siarot, el joven filipino responsable de nuestro crucero, es una de las muchas personas del sudeste asiático que se han unido al entrepôt (comercio) que es Zighy Bay.
Siarot es un pescador entusiasta, y, lo dejó en claro, teníamos que atrapar la cena. A unos cuantos minutos de que regresamos a Dhahab, la tripulación ya había equipado su pequeño bote. Siarot, un colega gujaratí y yo atravesamos las olas hacia un lugar de pesca favorito donde el mar hervía y giraba entre los acantilados y una roca cónica, una delgada torre sin asidero, que sobresalía del mar a unos cientos de metros de distancia de la orilla. Esa noche tuvimos mejor suerte después de que anclamos en Khor Habaleen. Esta vez, Hassan Faisal, el chef sirio, se unió al viaje en barco. En unos momentos él y Siarot levantaban sus cables. Primero fue un pez espada, luego una barracuda. Más tarde llegó un arenque y otro más, y otro más. Mi cuenta se mantenía en cero, pero la cena era segura.
En nuestra segunda mañana, Siarot nos llevó a practicar snorkel. Nadamos alrededor de la periferia de la bahía, observando el coral de Omán. Tal vez no fue el espectáculo caleidoscópico de Blue Planet II, pues el coral era gris y arenoso, pero rebosaba de peces exóticos y era un portal a otro mundo. A la mañana siguiente en otro fiordo aún más inhóspito, lanzaron los kayaks y nos dirigimos a explorar la costa.
En nuestra última noche cenamos en el restaurante Sense on the Edge, en el acantilado a 293 metros sobre el nivel del mar, con vistas al complejo turístico. Después vimos una extraña tormenta eléctrica sobre el mar. Grandes rayos de luz iluminaron la distante ruta marítima internacional, destacando buques tanques y portacontenedores en el Estrecho de Ormuz. Fue la primera lluvia fuerte en ocho meses. En el camino de regreso a Dubai, nos detuvimos a un lado de la carretera para unirnos a los lugareños, maravillados con los uadis (cauces secos o estacionales) inundados de agua. En el desierto, todo es extremo.