Amazonia brasileña: "La carrera entre la tortuga y el ciervo"

Para el gobierno de Brasil, la selva tropical tiene recursos útiles para sus intenciones de ser potencia mundial; para los indígenas, la zona es el último refugio para sobrevivir.

Cacique Juárez, líder de su pueblo.
El grupo pidió que el área donde habita sea reserva protegida.
Sandra Weiss
Sawle Muybú, Brasil /

En un letrero de madera, escrito a mano con letras rojas de caligrafía infantil, luce el mayor orgullo de Cacique Juárez. “Terra Mae, temos respeito, Territorio daye kapapeypi” (Madre tierra, tengamos respeto por el territorio del pueblo mundurukú). Junto con su pueblo ha montado dos docenas de estos letreros en los últimos meses en medio de la selva amazónica, a dos horas en camioneta y otras dos horas en lancha, por el río Tapajós, de la ciudad de Santarém.

Juárez nunca fue a la escuela. Pero sabe muchas cosas que le dan prestigio; por ejemplo, cuándo y en qué río desovan los peces, conoce las guaridas de los jabalíes y sabe cómo cazarlos. Sin embargo, nunca aprendió a leer o escribir. ¿Para qué le serviría? Las cosas importantes para los mundurukú en la Amazonia de Brasil no se encuentran en los libros. Se cuentan. Historias como la de la madre de los peces, que vive en los rápidos y se molesta cuando los hombres cazan demasiados de sus hijos, y luego se pone brava y hunde a los barcos. O el cuento sobre la carrera entre la tortuga y el ciervo.

Son historias que se remontan a muchas generaciones. A los tiempos en que el hombre blanco no conocía la existencia de esta inmensa selva [OBJECT]tropical, en la cual los indígenas viven al ritmo de las lluvias y mareas, al ritmo de los ciclos reproductivos de los peces y de las frutas silvestres. En medio de una naturaleza tan abrumadora, que ellos se sentían solamente parte de una creación mucho más grande... Pero esos tiempos se fueron.

CAUCHEROS, MADEREROS, BUSCADORES DE ORO

Primero llegaron los caucheros en sus lanchas. Rascaban la corteza de los árboles de goma, muy dispersos por la selva. Algunas semanas después, volvían para cosechar la savia pegajosa —si encontraban el árbol y no fueron mordidos por una serpiente o no habían sucumbido a la malaria o la fiebre amarilla.

La Amazonia se consideraba el infierno verde, pero desde principios del siglo pasado jugó un rol importante en la industrialización del mundo. Tanto es así que el estadunidense Henry Ford, en los años treinta, construyo una ciudad a unos 150 kilómetros aguas abajo sobre el río Tapajós, acoplada a un puerto y rodeada de enormes plantaciones de caucho.

Fordlandia fue un fracaso. Los emprendimientos del hombre blanco se estrellaban contra una naturaleza implacable. Por las caprichosas mareas del Tapajós, en algunas épocas del año el nivel de agua bajaba tanto que no estaba navegable por grandes barcos. En otras épocas crecía tanto que inundaba las bodegas.

Y luego venían las plagas que en tiempo récord atacaban a las plantaciones y devoraban los árboles, que en la naturaleza nunca crecen juntos. Tampoco ayudaba la idiosincrasia de los trabajadores lugareños que se dejaban llevar por el tiempo, la lluvia y el sol, a ritmos incompatibles con el reloj checador de la era industrial.

El boom del caucho llevó al descubrimiento de los derivados del petróleo, antes del nacimiento de Juárez. Pero este hombre atlético de 47 años se topa a veces todavía con estos árboles de caucho y sus típicas cicatrices. La primera plaga de la que se acuerda fue la de los madereros, que penetraban la zona tribal, talando los majestuosos árboles antiguos de madera preciosa y que valen un montón de dinero en Europa y Estados Unidos.

Varias veces, los mundurukú han tratado de ahuyentar a los invasores, con las palabras, flechas y fusiles viejos. Pero el éxito fue siempre de corta duración, a los pocos días, los leñadores regresaban, con más hombres, más máquinas y armamento pesado. Juárez los denunció con la policía y la Agencia de Medio Ambiente, pero nunca logró más que alguna incursión puntual.

En 1991 solicitó al gobierno declarar sus territorios en reserva indígena, lo que obligaría legalmente a las autoridades a una mayor y más enérgica protección. Hasta la fecha, los mundurukú siguen esperando una respuesta de la capital Brasilia. Regresó más bien una afrenta: En 2012, la presidenta Dilma Rousseff redujo por decreto el tamaño de siete reservas naturales para que no estorben en la construcción de las hidroeléctricas sobre el Tapajós.

Después vinieron los buscadores de oro con sus burdeles flotantes, con el alcohol y la lujuria desenfrenada que acompañan la riqueza demasiado rápida. Alborotaron los ríos y los contaminaron con gasolina y metales pesados como el mercurio, que usan para arrancar los granitos de oro de las piedras y arenillas.

Juárez nunca entendió porqué el hombre blanco se devoraba por estos granitos brillantes. El bien más valioso de los mundurukú son las plumas de colores que adornan el tocado de los caciques. Donde los blancos veían riqueza, Juárez vio destrucción. El imponente caudal del Tapajós cerca de la aldea indígena se pintaba de marrón y la orilla se llenaba de barro. “Los peces saben a gasolina”, se queja Juárez.

REFRIGERADORES EN LUGAR DE RÍOS

La fiebre del oro y la explotación forestal se han intensificado en los últimos cinco años, después de que aparecieron los ingenieros y empezaron, sin presentarse o explicar nada, a inspeccionar la tierra y poner rótulos de marcadores. Juárez indagó y se enteró a través de la pastoral de la Tierra que el gobierno quería construir una serie de represas en el río. Se prevén dos represas con una capacidad de 10 mil megawatts, para las cuales se inundarán unos mil 400 kilómetros cuadrados.

Los ríos y cotos de caza de los mundurukú desaparecerían, igual que sus lugares sagrados como el vivero mítico del jabalí y los rápidos donde vive la madre de los peces. El pueblo Sawle Muybú se convertiría en una isla y los mundurukú en náufragos de una civilización fallida.

“Las empresas nos prometen hermosas casas en la ciudad, refrigeradores y puestos de trabajo, pero no los necesitamos ni lo queremos”, dice Juárez, quien ha vivido algunos años en un pueblo de pescadores junto con su tribu —hasta que se dio cuenta de que el alcohol, el ocio y la televisión aceleraban la decadencia de su pueblo. Gracias al apoyo de la CPT pudo viajar a la obra de la vecina represa de Belo Monte y ha visto con sus propios ojos que poco de las promesas se hacen realidad. De los 40 mil desplazados, solo fueron reconocidos siete mil.

Entre los excluidos están los indígenas que viven al borde de la Gran Vuelta, que ha sido secada a lo largo de 100 kilómetros. Donde antes pescaban y se bañaban los indígenas, ahora rugen retroexcavadoras de una empresa minera canadiense que tiene una concesión para buscar oro. La energía producida cuando se termine la megaobra irá a los centros industriales en la costa y en el sur de Brasil, a lo sumo, a la zona franca de la ciudad amazónica de Manaus. Así ha sido con represas anteriores como la de Tucuruí, mientras que los pueblos aledaños siguen sufriendo de apagones y fluctuaciones de corriente que arruinan los equipos eléctricos.

“RIESGO DE GENOCIDIO”

Por eso Juárez decidió pintar los letreros. Se inspiró en los ganaderos. Cuando ellos toman posesión de un pedazo de tierra anteriormente talado por los madereros, mandan a sus jornaleros a poner cercas y carteles de propiedad. Así se crean los hechos en la Amazonia, aún si la propiedad legal no está comprobada. Pero con su dinero y sus buenas relaciones en la burocracia y en la justicia, los ganaderos logran rápidamente legalizar el robo. Si hay problemas, están las armas.

En estas tierras remotas Y alejadas de los controles del Estado, sigue rigiendo la ley del más fuerte, y eso significa muertos, muchos muertos. Desde 2003, más de 600 líderes indígenas fueron asesinados en Brasil. El 80 por ciento de la superficie del estado de Pará, donde se encuentra Sawle Muybú, está en disputa según la CPT.

Juárez desconfía del mundo de la política, de las autoridades, de las leyes y los papeles. Pero a veces sale una luz de esperanza de los cubículos. En junio del 2015 por ejemplo, un Tribunal Federal prohibió la construcción de las hidroeléctricas sin consultar a los residentes. “La Constitución y los convenios internacionales prevén la participación de los afectados”.

La idea principal de estas disposiciones es la preservación de la multiculturalidad, no la adaptación o sumisión colonial de los indígenas. Ningunear la cultura indígena deviene en un genocidio”, escribieron los jueces. El proceso está lejos de ser ganado, siempre hay amparos, revisiones, apelaciones y, en última instancia, suele prevalecer la razón de Estado, como pasó en Belo Monte.

Sobre todo ahora que Brasil está en crisis, las constructoras envueltos en sonados casos de corrupción y más necesitados de nuevos contratos. Pero aún así, Juárez ganó tiempo. Ya ha podido demarcar la mitad de los 230 kilómetros cuadrados del territorio que reclaman los mundurukú.

Es un poco como la tortuga de la fábula mundurukú: el ciervo soberbio la retó a una carrera. La noche anterior, la tortuga habló con todas sus amigas para que se colocaran en los puntos estratégicos a lo largo de la ruta. Y no importaba qué tan rápido corría el ciervo, la tortuga siempre estaba allí. “Hasta que el ciervo cayó muerto de agotamiento”, exclama Juárez, como una admonición.

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