Veinticinco años después de la represión de la plaza Tiananmen, el gobierno de China pasó de la condición de paria internacional a la de una superpotencia ampliamente cortejada, a medida que los temas relativos a los derechos humanos fueron progresivamente dejados de lado.
Tras el ataque lanzado por el ejército contra los estudiantes que ocupaban la céntrica plaza pequinesa, que dejó un saldo de centenas de muertes en la noche del 3 al 4 de junio de 1989, las escandalizadas potencias occidentales lograron imponer sanciones económicas a China
Sin embargo, George Bush padre, por entonces presidente de Estados Unidos que anteriormente había sido embajador en el país asiático, rechazó los llamados a la adopción de sanciones más duras y envió en secreto a Pekín a emisarios con la tarea de dar seguridades al número uno chino, Deng Xiaoping, de que las cosas no pasarían a mayores.
El sucesor de Bush, Bill Clinton —que durante la campaña electoral de 1992 puso un énfasis particular en la denuncia de los "carniceros de Pekín"— pasó rápidamente de vincular la evolución de las relaciones comerciales bilaterales a los avances que pudieran realizar las autoridades chinas en materia de derechos humanos, a tener una actitud mucho más pasiva en ese terreno.
"Nuestro gobierno estaba dividido al respecto, los chinos jugaron con esas contradicciones y no avanzaron de manera significativa en derechos humanos", señaló en una reciente audiencia ante el Congreso, Winston Lord, principal responsable de la diplomacia estadunidense para Asia oriental en esa época.
Hoy, Lord, que fue embajador en China hasta seis semanas antes de los acontecimientos de Tiananmen, piensa que EU debe mantener la presión en el dominio de los derechos humanos, pero cree que se podría ser más eficaz si se pusiera el acento en temas"más prudentes", como el medio ambiente, "partiendo de la base de que el gobierno chino hizo de su supervivencia su prioridad número uno".
Algunas medidas decididas en 1989 se siguen aplicando de todas maneras: las potencias occidentales y Japón mantienen regularmente diálogos con Pekín sobre los derechos humanos y se niegan a venderle armas a China, aun si en el pasado reciente Francia llamó al levantamiento del embargo impuesto por la Unión Europea.
China tiene actualmente una influencia en el mundo incomparablemente superior a la que ejercía en 1989: su economía se multiplicó por 30, en la medida en que el país se fue convirtiendo en una plataforma para la fabricación a bajo costo de productos manufacturados de las grandes firmas mundiales, que trasladaron allá sus plantas.
Desde que el presidente Xi Jinping asumió su cargo, en 2013, China multiplicó sus demandas marítimas ante sus vecinos, y se procura la opinión y la incidencia de Pekín en temas tan disímiles como la economía mundial, el cambio climático, Corea del Norte, Irán o Sudán.
"Desde un primer momento, los gobiernos (en EU) se resistieron a intervenir en estos temas" de los derechos humanos, dice Warren Cohen, profesor de historia de la diplomacia estadunidense en la Universidad de Maryland-Baltimore County.
"Cada cierto tiempo el tema vuelve al tapete (...), pero el muy claro mensaje que hemos enviado a los chinos, es que la relación con ellos es para nosotros mucho más importante que todo lo que ellos hacen sufrir a su propio pueblo", afirma.
Al normalizar los lazos económicos y comerciales bilaterales, Bill Clinton dijo que esa decisión era la más adecuada para lograr "avances viables de largo plazo" en materia de derechos humanos.
Pero altos funcionarios en EU alertaron sobre el reciente agravamiento de la situación en ese plano, con la detención de disidentes, las restricciones a las minorías y el blackout (censura en internet) absoluto impuesto a cualquier alusión a Tiananmen.
"No se puede decir que el desarrollo de la economía lleve a una mejoría de los derechos civiles y políticos. China lo demostró claramente", lamenta Sophie Richardson, directora para China de la organización Human Rights Watch.