Sus hijos. Su mujer. O su madre. Valery sabía que regresar a casa y encontrarlas muertos era posible, angustiantemente posible. ¿A cuántos como él les había pasado? Bajo el sol del atardecer, con el viento golpeando con fuerza las ventanas empañadas de su viejo y destartalado auto Lada, avanzábamos a gran velocidad por las calles vacías, esquivando los hoyos del pavimento de Járkov. Pasamos frente a grandes y monumentales estructuras estilo estalinista, de concreto y piedra, en medio de las cuales yacían los escombros de las oficinas de la administración local, barridas por los bombardeos rusos.
Con vívida expresión taciturna, a sus 40 años, Valery miraba preocupado el reloj, una y otra vez, mientras confesaba sobre el vacío de mi silencio: aunque era reservista del ejército ucraniano, no deseaba combatir: “Esta guerra no tiene sentido y no voy a morir en ella”. En sus ojos, el desagrado de una muerte cercana apenas se dejaba notar, pero su voz se torcía con cierta furia.
Foto: Narciso Contreras
Su pie ansioso aplastaba el acelerador para volver a casa antes del toque de queda, mientras iban quedando atrás las piedras que rebotaban en el camino al ser estrujadas por el paso de las llantas. Al hablar de su madre, su mirada se endulzaba para ser la de un niño que encuentra consuelo. La mujer de sesenta y pico años vivía junto a la frontera con Bielorrusia, en el pueblo de Nova Kozacha, ahora bajo control de las tropas del Kremlin. A ambos los separaba una impenetrable línea de obuses y tanques de combate que se extendía por kilómetros. Sólo el teléfono les daba cercanía: “Ella me dice que las tropas rusas han cuidado y alimentado a la gente. Mi madre no siente miedo”, dijo Valery con un gesto de alivio.
Al llegar a mi destino, se había hecho de noche. “Pudimos evitar esta guerra”, concluyó Valery justo antes de que comenzaran a sonar histéricas las alarmas de bombardeo. Arrancó para desaparecer en la oscuridad.
El cielo iluminándose
El estruendo de las explosiones dentro de la ciudad se sintió a lo largo de la noche como placas de metal que chocaban violentamente. Mientras las humaredas, poco a poco, iban tapando las estrellas, rechinaban los oxidados marcos de metal de las ventanas en el cuarto piso del número 23 de la Avenida Nauky. Un olor a pólvora y algo chamuscado se filtraba. A solo ocho kilómetros estaba el frente ruso, a la entrada de la ciudad. Una orilla de la civilización occidental que defendían los ucranianos con todas sus fuerzas y todo su miedo, rodeadas por el norte y por el este por las tropas rusas, mientras el intercambio de fuego era incesante en los barrios de la periferia.
Mirar los destellos de las explosiones, el cielo iluminándose, causaba una emoción siniestra, que se apretara el estómago y que una lenta descarga de miedo y adrenalina recorriera el cuerpo hasta llegar a las uñas. Cuando me asomaba para mirar esa oscuridad devoradora, crecía la sensación de estar a un paso del fin del mundo. Y el estómago se apretaba todavía más. Y se intensificaba el adormecimiento del miedo y la adrenalina.
Pensé en Valery. Él había esperado que la guerra terminara con la entrada de la primavera, mientras reverdecían los campos de Járkov: “Para evitar que ataquen objetivos civiles en la noche, hemos vivido por meses en la oscuridad. Aunque la mayoría de la gente ya se fue”.
Foto: Narciso Contreras
Humanidad subterránea
A la mañana siguiente, Velery pasó por mí para regresar al populoso barrio de Saltivka, en la orilla este de la ciudad, donde la artillería rusa cazaba incesante las posiciones de la artillería ucraniana, oculta entre alargados edificios multifamiliares de clase trabajadora, donde aún vivía gente. Edificios enteros, arrancados hasta los cimientos, marcaban el límite donde las fuerzas ucranianas se atrincheraban entre los escombros malolientes de las viejas viviendas.
Los disparos ocasionales de francotiradores reverberaban en la desolación circundante. “Por ahí no, disparan a cualquiera”, dijo un joven voluntario que salió de un sótano acompañado de su padre, aconsejándonos evitar una calle rota por los impactos de mortero.
El muchacho había vuelto para traer provisiones a la gente que se escondía en los subterráneos. Poco a poco se iban asomando al escuchar el barullo. Pestilentes y húmedos, los largos corredores de concreto y tuberías dieron refugio a cientos de civiles resignados a vivir en la oscuridad del encierro, por detrás de la línea del frente ucraniano.
Foto: Narciso Contreras
Dos edificios adelante, el cadáver de un hombre mayor yacía semienterrado sobre la acera, bajo los escombros que lo aplastaron tras el impacto de un misil. Días después llegaría una ambulancia para recoger el amasijo de carne en que se había convertido. Junto a él, la pelusa ennegrecida de un gato muerto descansaba sobre el metal retorcido de un auto.
Foto: Narciso Contreras
En la intersección de calles donde se ubicaba la estación de metro Heroiv Pratsi, toneladas de bloques de concreto habían sido apiladas para impedir el paso de los blindados. Era el último páramo humano antes de una avenida cubierta de escombros que llevaba al frente ruso. Sólo un puñado de civiles harapientos, alineados sobre la acera, daban muestra de vida humana en el lugar. Al descender a la estación, un hormiguero de desplazados circulaba entre pasillos, torniquetes y escaleras. Los que hacían fila para recibir alimentos eran centenares, generando un ruido que contrastaba con el silencio de la superficie. La vida de la ciudad se había mudado bajo tierra.
Foto: Narciso Contreras
Algunos habían llegado con literas tubulares, otros sólo con mantas y cobertores, para dormitar entre televisores, tiendas de campaña y parrillas eléctricas, mientras las mascotas, los perros y los gatos retozaban sobre montones de cobijas.
De cara a los vagones ahora convertidos dormitorio, una pandilla de niños había improvisado un campo de juegos desde una litera cubierta como guarida con sábanas blancas, impecables pero raídas. Desde las escaleras, las camas improvisadas bajaban en cascada, dejando solo el centro del pasillo como pista de obstáculos para los más atrevidos.
Foto: Narciso Contreras
Dentro de un vagón, la fragancia refrescante de tulipanes rojos y amarillos, colocados con delicadeza en el agua de un florero de vidrio, desgarraba el aire saturado de un aroma de sudor y suciedad. Desde ahí descubrí a Sasha, que estaba recostado sobre un colchón a la mitad de la plataforma, acurrucándose al lado de su madre, Valerie, como si tuviera frío, mientras ella le leía en voz alta al chico de 11 años. La abuela, Natalia, los miraba con rostro complaciente pero melancólico, desde la cama baja de una litera. Llevaban tres meses viviendo en el refugio antibombas.
Sasha utilizaba un teléfono como traductor. Al coger la montura de mi cámara para hacer un retrato de la familia, estiró los brazos para alcanzar a su pequeño perro y lo abrazó. Antes e irme, escribió algo en la pantalla: “extraño mucho jugar afuera”.
Foto: Narciso Contreras
Ola y Alisa
Al paso de unos días, sus palabras seguían recorriendo mis recuerdos. Ya no estaban él, su familia ni mi compañero Valery para ayudarme a ordenar esos incómodos espacios baldíos de la memoria.
Un conductor de taxi, Maxim, de 44 años, accedió a dejarme subir. En mi reflejo en el espejo retrovisor, advirtió la oportunidad de compartir sus tormentos. Mientras hacía malabares con los ojos para ver el camino y mirarme, rebotábamos en una marcha forzada que competía en desgracia con los indolentes hoyos de la carretera, y convertía el recorrido a la estación de tren en un breviario de su corta y desgarradora vida como padre de familia. “No hay más, hay que seguir”, reflexionó. “Solo eso cuenta, seguir. Un día tienes todo y al día siguiente lo pierdes todo. Nunca sabes cuando sucederá que lo pierdes todo. Yo salí una mañana a trabajar en mi taxi y ese día lo perdí todo, pero aquí sigo”.
Foto: Narciso Contreras
“Yo vivía en una villa a las afueras de Járkov, con mi mujer Ola, de 39 años, y mi hija Alisa, de un año”, recordó apretando la marcha, girando y esquivando. “Después de unas horas mis vecinos comenzaron a llamarme por teléfono. Me llamaron todos. Decían: ‘Ven Maxim, ¡ven! Regresa rápido que algo le ha sucedido a tu casa y a tu familia’, pero no me decían qué. Cuando regresé, ya no tenía casa, estaba destruida y aún echaba humo. Ola y Alisa estaban ahí, sepultadas, muertas”. No fue la tragedia de Valery pero sí la de Maxim. Él apretaba el volante: “No queda más que seguir. ¡Ya ves! Mi esposa y mi hija ya no van a regresar”.
Foto: Narciso Contreras
*El autor es fotoperiodista y documentalista mexicano, ganó el Premio Pulitzer por su cobertura de la guerra en Siria.