Los cambios de paradigma se producen de manera lenta y luego de golpe. Así ocurrió durante el último cambio económico, en la era Reagan-Thatcher. Ronald Reagan fue elegido presidente de Estados Unidos hasta 1980, pero muchos de los discursos que pronunció durante sus primarias republicanas de 1976 sentaron las bases de una nueva era poskeynesiana. En ella, argumentó, se desatará el poder de la empresa privada y de los espíritus animales.
Así que lo mismo ocurre ahora con la administración actual. Se pueden identificar varios indicadores sobre el anuncio de una nueva era, desde el discurso de Joe Biden ante el Congreso en el que anunció el fin de la economía del goteo (o economía del derrame), pasando por el discurso de abril del director del Consejo de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, sobre cómo volver a construir mejor en el extranjero, hasta la charla de la semana pasada de la representante comercial Katherine Tai, en Washington, durante la cual declaró que quería “volver a poner a Estados Unidos en el representación comercial”.
Todo esto representa un cambio radical en la economía política de Estados Unidos. Si la Casa Blanca se sale con la suya, en el futuro estará más impulsada por las preocupaciones económicas internas, en particular las de los trabajadores.
Al igual que la revolución de Reagan, este cambio tardará años en producirse (los detalles están en curso), pero en términos de ambiciones de política comercial, hay tres conclusiones que extraer del discurso de Tai. Y tanto los aliados de Estados Unidos como sus adversarios deben prestarles mucha atención.
En primer lugar, aunque Tai se refirió con duras palabras a la coerción económica china, no se trató de un discurso sobre “Estados Unidos primero”, sino más bien de una diatriba contra todo tipo de poder concentrado. Habló de “cuellos de botella” que hay que abordar y romper, independientemente de si son el resultado del mercantilismo chino (en el caso de los minerales de tierras raras), de la agresión rusa (producción agrícola y fertilizantes) o del poder corporativo multinacional en áreas como el comercio digital.
Esto deber ser una buena noticia para los europeos, que se muestran inquietos de que sus esfuerzos por enfrentarse, por ejemplo, a las grandes compañías estadunidenses de tecnología desencadenen una defensa de Silicon Valley por parte de la administración Biden.
“En el pasado, cuando intentábamos regular Google, la Casa Blanca arremetía contra nosotros”, dijo Renaud Lassus, ex ministro consejero de Asuntos Económicos de la embajada francesa en Estados Unidos y director ejecutivo del Instituto Jacques Delors, a quien entrevisté. “Ya no es así”, añadió.
Una arremetida por parte de la Casa Blanca todavía puede producirse, por supuesto. En los círculos de seguridad nacional y en el Departamento de Comercio de Estados Unidos hay quienes creen que los grandes grupos de tecnología deben crecer aún más si quieren competir con el estado de vigilancia chino, en particular con los esfuerzos de Pekín en inteligencia artificial.
En una reciente conferencia sobre inteligencia artificial que se celebró en Washington, el senador Mark Warner, presidente del Comité de Inteligencia del Senado, se preguntó en voz alta si “sería en interés de la seguridad nacional de nuestro país (fusionar) Open AI, Microsoft, Anthropic, Google, quizás añadir Amazon”. Señaló que Estados Unidos no tenía “tres Proyectos Manhattan, teníamos uno”.
Tai dejó claro que no estaba de acuerdo. De hecho, lamentó el crecimiento del poder concentrado en los últimos 20 años, impulsado en parte por un sistema comercial que “tradicionalmente le da prioridad a la promoción de los intereses de los ‘grandes’”. Para contrarrestar esta situación, dijo que está pasando más tiempo sobre el terreno, no en el extranjero, sino en Estados Unidos, “hablando con las pequeñas empresas y los emprendedores” para evaluar sus necesidades comerciales particulares.
Esta es la segunda conclusión: la administración Biden cree que la política comercial tiene que funcionar para la clase media estadunidense para que funcione. Esto significa alejarse de los tradicionales acuerdos de libre comercio que, en palabras de Tai, “refuerzan las cadenas de suministro existentes que son frágiles y nos hacen vulnerables”. Esto no tiene sentido en un momento de la historia en el que estamos intentando diversificarlas y hacerlas más resilientes”. También significa impulsar una mayor protección de los trabajadores, en la línea de las disposiciones del acuerdo comercial T-MEC que permiten imponer sanciones a las empresas que no respeten los contratos colectivos.
Esto es algo de lo que es difícil convencer a algunas partes del sur global, donde las normas laborales suelen ser laxas. Los detractores estadunidenses de las negociaciones sobre el Marco Económico Indo-Pacífico para la Prosperidad, por ejemplo, temen que puedan encerrar a Estados Unidos en nuevos acuerdos comerciales digitales con países que encarcelan o incluso matan a quienes intentan organizar a los trabajadores de servicios. La contrapartida de la adopción de normas más estrictas es ofrecer a los países en desarrollo una participación en las cadenas de suministro más seguras que la administración Biden quiere desarrollar en ámbitos estratégicos como tierras raras, semiconductores, industria farmacéutica y energía limpia.
Tai adornó de forma atractiva este nuevo enfoque, afirmando que “estamos dando la vuelta a la mentalidad colonial”, al asociarnos con los mercados emergentes para poner un piso, en lugar de un techo, a las normas laborales y ambientales. “La clave está en ofrecer a las economías un lugar en la integración vertical para que los países en desarrollo no queden perpetuamente atrapados en un ciclo de explotación”, dijo.
Por supuesto, el diablo estará en los detalles, y el discurso de Tai fue escaso en ellos. Aun así, los cambios de paradigma empiezan con narrativa. Y la intervención de la Tai fue la última prueba de que la historia que se cuenta en torno al libre comercio en Estados Unidos está cambiando de manera profunda, aunque los efectos tarden años.
AMP