Este debe ser un momento propicio para rediseñar las denostadas reglas fiscales de la Unión Europea. Mucho cambió en los últimos años. Sobre todo el deseo de inversión pública y privada —para acelerar la descarbonización de la economía, así como su digitalización— es generalizado, tanto en Bruselas como en las capitales nacionales.
La pandemia también reconfiguró la vieja política. Se cruzó el Rubicón del endeudamiento conjunto para las transferencias transfronterizas. El éxito evidente del enorme gasto deficitario en 2020 reforzó la lección que los responsables europeos de la formulación de políticas empezaron a aprender a regañadientes tras las crisis anteriores: que un enfoque rígido de la disciplina presupuestaria perjudica en lugar de ayudar a la sostenibilidad fiscal, el crecimiento económico y la cohesión política.
Un cambio de guardia en países importantes crea una oportunidad para ver los viejos expedientes con nuevos ojos. El nuevo gobierno de Berlín parece comprometido con el crecimiento con un uso intensivo de inversión tanto en su país como en Europa. Una apertura similar puede detectarse en Países Bajos y en otros lugares. El gobierno de Mario Draghi, en Italia, redujo la desconfianza norte-sur. También lo hizo la implementación de los planes nacionales de recuperación financiados conjuntamente, que se consideran en general (hasta ahora) un éxito, con la excepción de los países empeñados en socavar el ordenamiento jurídico de la Unión Europea.
Pero nadie querría apostar por alcanzar un acuerdo político para reformar de forma significativa las reglas fiscales, que están listas para una reintroducción el año que viene, después de que se relajaron al principio de la pandemia.
Vivimos una doble paradoja. Los países de la Unión Europea están aplicando políticas económicas mucho mejores que las que han aplicado en mucho tiempo. Esto es cierto a corto plazo —el impacto de la pandemia en el empleo, los ingresos y la productividad ha sido mucho menor y más breve de lo que teníamos razones para temer— y en sus ambiciones a largo plazo. Sin embargo, en ambos frentes, estos avances se verán limitados por el marco fiscal actual.
Los ministros de Hacienda son conscientes del riesgo de socavar la recuperación si se retira el apoyo fiscal muy pronto; de hecho, recomendaron una “postura fiscal moderada de apoyo” para la eurozona en su conjunto este año. Y el compromiso de invertir en la transición ecológica y digital, sin dejar de lado a las personas, es firme.
Hay tres formas de salir de este dilema. Una es someter la política económica a las viejas reglas, pero la crisis anterior demostró que si se intenta eso, se sacrifican tanto los resultados económicos como la cohesión política.
Lo siguiente es estirar las reglas lo suficiente como para permitir las políticas deseadas. Como le gusta señalar al canciller alemán Olaf Scholz, el marco fiscal ha demostrado su flexibilidad. Su suspensión puede ampliarse.
Esto conlleva sus propios riesgos. A los gobiernos nacionales les conviene renunciar a cualquier responsabilidad en la coordinación de las políticas de toda la Unión Europea; los partidos de la oposición los acusarán de ceder ante Bruselas. Las divisiones entre los Estados miembros puede intensificarse de nuevo. Sin embargo, algo así es el resultado más probable si los gobiernos no se ponen de acuerdo en la tercera opción: cambiar las reglas directamente.
La razón por la que esto es tan difícil es que hay pocas ideas claras sobre lo que deben conseguir las reglas. Los argumentos económicos tradicionales parecen obsoletos: los efectos inflacionistas del exceso de gasto han demostrado ser un riesgo menor que la austeridad para empobrecer al vecino; las presiones de las tasas de interés del endeudamiento nacional no se ven por ninguna parte.
Las reglas actuales hacen poco para abordar los mayores desafíos económicos actuales, que exigen una política de Estado más activista y un mayor endeudamiento público que cuando se elaboraron las normas por primera vez. La mejor perspectiva de reforma es que los líderes primero se pongan de acuerdo sobre para qué sirven las reglas, y deriven las nuevas a partir de la comprensión de qué políticas económicas lograrían el sentido más amplio de sostenibilidad con el que ahora se comprometen.
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