¿Estamos entrando en una nueva era de directores ejecutivos estadistas? Es una pregunta que vale la pena realizar después de la disolución de los dos principales consejos empresariales de Donald Trump la semana pasada.
Muchos jefes que participaban, quienes tenían sentimientos encontrados al cooperar con el presidente, lo hicieron porque esperaban impulsar una agenda amigable con las empresas que incluyera reformas fiscales y educativas, al igual que importantes proyectos de infraestructura y seguir en la buena voluntad de la Casa Blanca, históricamente un positivo neto para las perspectivas corporativas. Lo que quedó claro en los últimos días es que estar cerca de ese presidente “a favor de las empresas” no necesariamente es bueno para los negocios.
Las acciones resultaron afectadas por el caos de la Casa Blanca, y algunos líderes corporativos se enfrentaron a las críticas de su propio personal por involucrarse con la Casa Blanca y no difundirlo antes.
Algunos instaron al sector privado a que asuma el liderazgo estadunidense. “Este es un momento en la historia de nuestro país en el que todos los líderes empresariales tienen que demostrar un valor moral para salir a la defensa de todo lo que es esta nación”, dijo Howard Schultz, que no ocupaba un lugar en los consejos empresariales del presidente, pero quien celebró una reunión de todas las empresas la semana pasada para abordar “los temores, ansiedades y preocupaciones” sobre el manejo que hizo Trump sobre Charlottesville. “Todos nos sentimos inquietos. Siento que ahora tengo una responsabilidad aún más grande como líder empresarial para entrar en la discusión política”, dice el jefe de Starbucks, de quien se ha murmurado como un posible candidato presidencial para 2020.
No es el único. Jamie Dimon, jefe de JP Morgan, fue uno de los muchos ejecutivos que enviaron un memorando dirigido a los empleados en que utilizó fuertes palabras: criticó el manejo que hizo el presidente sobre el “mal” que se perpetró en Charlottesville, y señaló que “las políticas económicas y regulatorias constructivas” no son suficientes para hacer que el país regrese a su camino al tomar en cuenta las “divisiones en nuestro país. El papel de un líder en las empresas o en el gobierno es unir a la gente, no dividirla”.
Arne Sorensen, de Marriott, quien en los últimos días difunde un anuncio de “la regla de oro”, me dijo que un papel más político de los directores ejecutivos “es inevitable y esencial. Puedes decir que no debería existir o tratar de ocultarlo, pero ninguno de esos enfoques funciona. Hay una gran ansiedad en nuestra comunidad en todo el mundo. Quiere escuchar una voz acogedora y reconfortante”.
Esto significa que quiere escuchar lo mejor de los valores estadunidenses articulados. Ese es un papel que las empresas solían desempeñar. En las décadas de los 50, 60 y 70, cuando las empresas estadunidenses exportaban el capitalismo global, esperaban esparcir las ideas estadunidenses de democracia liberal e inclusión. Los líderes empresariales impulsaron la Ley del Empleo de 1946 y el Plan Marshall, al que muchos estadunidenses se oponían.
No hay que ser demasiado romántico —sin duda la prioridad era ganar dinero—, pero los mejores líderes no solo se consideraban grandes empresarios, sino grandes estadunidenses, la gente que movía la brújula en las agendas políticas y sociales, así como las económicas.
Los directores ejecutivos en las últimas décadas se alejaron de ese papel. La década de los 90 se definió en gran medida por “famosos” líderes corporativos egoístas.
Después de la crisis financiera de 2008, muchos sintieron que la apuesta más segura era mantener la cabeza baja y los precios de las acciones altos. El hecho de que la globalización económica estuviera mucho más adelantada en comparación con la política significa que, en muchos sentidos, los jefes de ahora son menos embajadores de los valores “estadunidenses” que líderes transnacionales que tienen que ajustarse a cualquier forma de capitalismo que se encuentran en el campo: desde el estilo angloamericano del laissez-faire (no intervención) hasta la marca europea más regulada y los modelos de Estado de muchos mercados emergentes.
Sin embargo, en cada uno de esos entornos existe un papel para los líderes corporativos que piensan en más cosas, además del precio de las acciones.
De hecho, en una encuesta de 2012 que realizó FTI, la firma estadunidense de consultoría, se encontró que, por un margen de tres a uno, los inversionistas institucionales quieren que hablen sobre una amplia variedad de temas. Como Marc Benioff, jefe de Salesforce, dice: “Los CEO tienen que ser responsables por algo más que por su propia rentabilidad. Tienes que atender a un grupo más amplio de partes interesadas —desde empleados hasta medio ambiente— y cuando los políticos no hacen las cosas bien, los líderes corporativos tienen que actuar. Ese es un gran cambio”. Es un cambio que hace una diferencia. Por ejemplo, Benioff recientemente encabezó la carga para cambiar una propuesta de ley en Indiana que discriminaba a la comunidad LGBT. “Le llamé a Mike Pence, entonces gobernador del estado, y le recordé que éramos el mayor empleador de tecnología en ese lugar y le hice saber que no podíamos discriminar a nuestra fuerza laboral”.
La ley fue modificada, ya que las propuestas similares en otros estados se dieron gracias a los llamados de los directores ejecutivos. La comunidad empresarial de igual forma avanza, con o sin la Casa Blanca, en temas como el cambio climático y la inmigración.
En una era en la que las 2 mil compañías más ricas tienen más dinero (y posiblemente más poder) que dos tercios de los países, es vital que sus acciones equilibren la ausencia de liderazgo moral y económico que sale de esta Casa Blanca.