Por: Diego Ramírez Martín del Campo
Ilustración: David e Izak Peón, cortesía de Nexos
Si al igual que yo nunca has visto una placenta en persona, una rápida búsqueda en Google nos presenta con algo que se asemeja a una especie de globo desinflado. Una bolsa con colores de músculo, sangre y hematoma, que hacen honor a la palabra en latín de la que proviene: placenta, que significa torta, y del griego: plakous, pastel plano (aunque ciertamente menos apetitoso). En pocas palabras, la placenta cumple con la función de separar al feto del cuerpo de la madre. De esta manera, el sistema inmune materno no identificará al embrión como una amenaza, y podrá recibir oxígeno y nutrientes, así como deshacerse de sus desechos de manera segura y efectiva. Este proceso del que alguna vez todos fuimos parte es sumamente invasivo y ciertamente algo macabro. El embrión se implanta en el endometrio unos cinco o seis días tras la fecundación, donde desarrollará una serie de vellosidades que abrirán paso a través del tejido materno. Estos pequeños apéndices buscan llegar a una corriente rica de nutrientes en los vasos sanguíneos, para así conseguir sustento y eliminar desechos.