Por: David Cerero-Guerra
Ilustración: Patricio Betteo, cortesía de Nexos
Una negociación formal implica un reconocimiento de la contraparte como actor legítimo para negociar. Al negociar con grupos criminales, el Estado implícitamente acepta que estos grupos tienen la capacidad de controlar los niveles de violencia, socavando la lógica del Estado como propietario del monopolio de ésta. Para reducir estas implicaciones negativas, frecuentemente los Estados no aceptan el proceso como una negociación; en el caso de Honduras, Salvador y Haití, por ejemplo, fueron llamadas conversaciones. Sin embargo, el beneficio de esta estrategia se ve limitado si estas conversaciones deslegitiman el papel del gobierno como encargado de hacer cumplir la ley. Los posibles beneficios que estos grupos reciben en estas conversaciones pueden moldear la opinión pública sobre la probabilidad de ser castigado a la hora de cometer un crimen, un factor asociado con una mayor probabilidad de cometer delitos según la literatura de economía del crimen. Las negociaciones secretas permiten a los Estados eludir estos efectos negativos. El reconocimiento formal de la otra parte es innecesario en conversaciones confidenciales. Este tipo de conversaciones también evita efectos sobre la opinión pública en cuanto a la aplicación de la ley y el castigo. Esto es aún más importante en contextos donde el crimen está generalizado.