Por: Martín Méndez
Ilustración: Oldemar González, cortesía de Nexos
Es un día de trabajo como cualquier otro en el edificio 24 del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés): el meteorólogo Edward Lorenz y su asistente, Ellen Fletcher, ingresan a la computadora Royal McBee LGP-30 —que ocupa casi toda la oficina y hace un ruido que ahuyenta la conversación— un conjunto de parámetros para simular el tiempo meteorológico de un par de meses usando tan sólo tres ecuaciones diferenciales. En lo que estaban los cálculos, Lorenz fue por un café para matar el tiempo. Sin embargo, por alguna razón, aquel día de 1961, Lorenz detuvo la computadora e ingresó otras condiciones iniciales en las ecuaciones, las cuales diferían en milésimas de las originales. Conforme las soluciones se imprimían en aquellas hojas que recuerdan a las sábanas de contador, Lorenz notó que éstas divergían con respecto a las originales después de un tiempo. Es decir, parecía como si las series de tiempo —las soluciones de las ecuaciones diferenciales— hubieran surgido de las ecuaciones usando parámetros completamente distintos.