Por: Rafael Estrada Michel
Ilustración: Sergio Bordón, cortesía de Nexos
Se dirá que durante el siglo XX superamos maniqueísmos, y es cierto que lo hicimos, aunque muy a cuentagotas. Algunos de nosotros aún podemos recordar que la “reacción” (clerical, empresarial, proyanqui, comunista o lo que fuera distinto al credo ortodoxo del oficialismo revolucionario) era sin más categorizada como traición, pendiendo sobre ella la espada de una condena que, en algunos casos, podía llegar a ser capital (aunque, todo hay que decirlo a favor del siglo XIX, a través de ejecuciones extrajudiciales, “leyes fugas” y guerras sucias) o que implicaba cuando menos la puesta perpetua en entredicho y el silenciamiento suspicaz y presuntor de la culpabilidad. En el trasfondo subsiste, y aparece últimamente con renovada fortaleza, la idea de que toda transformación auténtica (y vaya que el país la requiere para resolver de una vez por todas su añejo problema de desigualdad y marginación) únicamente se puede dar a través de la exclusión, de la negación de la alteridad, de la sordera frente al diálogo y de la execración de las ideas diversas. Contemplamos hoy un hecho inédito: la convocatoria a una consulta popular y al fusilamiento “pacífico” (esto es, en efigie, como ocurría con los condenados por la Santa Inquisición cuando optaban por una muerte menos vil que la quema en leña verde) de los legisladores que optaron por mantener en sus términos el texto de una Constitución que tanto ellos como los integrantes del partido en el gobierno protestaron cumplir y hacer cumplir al asumir sus altos cargos.