Por: Armando Chaguaceda
Ilustración: David Peón, cortesía de Nexos
Cuando casi toda Latinoamérica vivía la euforia ciudadana por la salida de la larga noche dictatorial, el politólogo Guillermo O’Donnell alertó sobre los problemas persistentes que aquejaban a los jóvenes regímenes pluralistas, surgidos de aquellas transiciones. Comentaba entonces la importancia de distinguir los tipos de señalamientos que se le hacían a esas frágiles democracias. Los sentidos de las críticas identificadas por O’Donnell conducían a dos caminos: mejorar lo logrado para alcanzar lo pendiente —democratizando la democracia— o desmontar la democracia desde dentro, a menudo invocando el pretexto de perfeccionarla. La democracia y la autocracia son formas políticas que acompañan la historia de la humanidad, por lo que siempre contarán con partidarios y detractores. Si bien a partir de la segunda posguerra el consenso liberal —plasmado en los procesos de desfacistización y descolonización, codificado en los documentos fundacionales de las Naciones Unidas— avanzó como retórica global, nunca el régimen democrático ha triunfado del todo, en todas partes. En la Latinoamérica contemporánea, la poliarquía no es el único modo vigente de concebir y ejercer la política. Realmente nunca lo fue del todo, pues incluso en el apogeo del consenso democrático —cuando se suscribió la Carta Interamericana (2001)— persistieron el autoritarismo franco de Cuba, el estado fallido de Haití, así como numerosas zonas oscuras —capturadas por la violencia, la corrupción y la exclusión— a nivel institucional, legal y social en los otros países con regímenes formalmente democráticos.