Dos países tienen mañana una cita con el destino. La ciudadanía de Estados Unidos podrá elegir su futuro; nuestra Suprema Corte de Justicia, lamentablemente, no podrá librar a México de su pasado.
Empiezo por el dilema mexicano. Hay una disputa entre dos Poderes de la Unión que fue provocada por un tercero. El Congreso morenista acató una orden de López Obrador, quien en su último mes como titular del Ejecutivo federal discurrió adueñarse del Poder Judicial. Aprobó entonces algo que no empodera al pueblo sino al politburó y que no sirve para combatir la corrupción en la judicatura sino para imponer ministros, magistrados y jueces comprometidos con la 4T. Y es que los líderes populistas detestan los servicios civiles de carrera: no quieren burocracia sino militancia. Quieren privatizar a los servidores públicos, esto es, hacerlos leales a un movimiento o, peor, obedientes a una persona.
La confrontación se dio, pues, por la pulsión autoritaria y vengativa del ex presidente, crispada por la errática conducción política de la Suprema Corte. Pero he aquí que el ministro Juan Luis González Alcántara ha diseñado una salida salomónica, que endereza hasta donde se puede la retorcida reforma: acepta la elección popular de los próximos integrantes de la Corte y rechaza la de los juzgadores de menor jerarquía. Es decir, evita ser juez y parte, le deja a la 4T la posibilidad de controlar la cúpula —la última y más poderosa instancia— y le ofrece al Ejecutivo y al Legislativo una escapatoria de la carísima y caótica tarea de elegir miles de juzgadores.
Quienes se rasgan las vestiduras acusando a González Alcántara de politizar su proyecto ignoran que los máximos tribunales son órganos políticos y jurídicos. Sus fallos, en todo el mundo, suelen ser orientados políticamente y enmarcados jurídicamente por personas con posturas ideológicas y sapiencias legales. Por lo demás, los legisladores que hoy condenan las extralimitaciones de los juzgadores harían bien en recordar que la teoría democrática cataloga al Legislativo como el Poder que más límites requiere, pues es el que pone las reglas del juego. En fin. La solución del ministro, aunque hasta cierto punto salvaría a todos, no satisface a nadie. La oposición, que no se ha dado cuenta de su anemia, piensa que le da demasiado al gobierno, y el gobierno cree que deja viva a la oposición. Lo más deplorable, sin embargo, es que la Presidencia y el Congreso no estén dispuestos a ceder tan poco para evitar el desacato, ni siquiera quedándose con el control cupular del Poder Judicial, y que prefieran consumar el despropósito obradorista completo, pagar el precio del caos y mantener a México en la ruta de la autocracia. Los mueve una paradójica y desventurada simbiosis de hubris y sumisión.
Sobre el dilema de los estadounidenses baste decir, por ahora, que los tiene al borde de una crisis sin precedentes. Solo hay algo más dañino para una democracia que hacer un fraude electoral, y es fingir un fraude electoral. Si se hace creer a la gente que una elección fue fraudulenta sin serlo —el leitmotiv de Donald Trump— la credibilidad se derrumba y la paz social se quiebra. Lo reitero: si gana Trump, se probará la resiliencia internacional; si pierde, la de las instituciones de Estados Unidos.