Acotemos el wishful thinking. De “todo el mundo debería votar en las elecciones de Estados Unidos porque su resultado afecta al mundo entero” a “todos los mexicanos deberíamos sancionar su proceso electoral, cuyo desenlace nos puede pegar en la línea de flotación”. Y es que, si como todo parece indicar Donald Trump regresa al poder, viviremos otros cuatro años de pesadilla. El presidente de México y su ex canciller dicen que solo es retórica de campaña y siguen elogiando o justificando a quien se burla de ellos. ¿Fábula del alacrán y la rana o síndrome de Estocolmo? Ya no quieren recordarlo que nos ha costado en materia migratoria que se hayan doblado ante las amenazas de la Casa Blanca trumpiana.
Analicemos la Convención Nacional Republicana. Fue una bien planeada y mejor orquestada oda a Trump, el líder providencial. Poco antes se había dado el intento de asesinato del que tuvo la suerte de escapar y todo giró, como era de esperarse, en torno al “héroe que Dios salvó para que cumpliera su misión”. El mantra fue la unidad, no solo de los republicanos —para ello sirvió la presencia de los ex rivales— sino también del país. Tenían la mesa servida: ya nadie podía regatearle al candidato la propiedad del partido y el atentado le daba la oportunidad de presentarse como el adalid iluminado que lucharía por todos y gobernaría por encima de facciones. Con ello atraerían votos independientes y amarrarían definitivamente la elección. Y en efecto, así empezó el discurso de Donald Trump, el que le escribieron sus asesores. Pero he aquí que el show, impecable en sus primeros tres días, lo echó a perder en el último momento el mismísimo homenajeado.
El rostro sereno y el talante conciliador que había mostrado en las anteriores jornadas se transformó en cuanto dejó de ver el teleprompter y comenzó a improvisar. Entonces dejó de actuar y volvió a ser el de siempre: insultó a sus contrincantes, ofendió a quienes no se someten a su voluntad y reiteró sus políticas ultraderechistas. Ojo: perfiló la reedición de sus medidas antiinmigrantes más infames bajo la batuta de Thomas Homan —por si las directrices de Stephen Miller no bastaran—, como la separación de familias y el confinamiento de niños. Todo esto, desde luego, en el marco del anuncio previo de la candidatura de J.D. Vance a la Vicepresidencia como preludio del endurecimiento estadunidense frente al narcotráfico.
Pero el discurso más alarmante pasó desapercibido. Peter Navarro, con una iracundia recargada en la cárcel, compendió el objetivo estratégico del populismo trumpiano: el control de los tres poderes, sobre todo del judicial. Trump empezó a instrumentarlo con el nombramiento de tres ministros de la Suprema Corte —que ya le garantizó inmunidad— y de jueces federales como Aileen Cannon, quien desechó el caso de los documentos clasificados. Cuidado. Si eso no funciona, si el poder judicial de Estados Unidos resiste el embate y mantiene su independencia, una mayoría legislativa republicana puede volverlo más dócil. Es el manual populista: pregúntese a los turcos, a los húngaros, a los bolivianos o… a los mexicanos.
Y mientras tanto, los demócratas apenas empiezan a discutir el relanzamiento de su campaña, tras la tardía renuncia del presidente Biden a su candidatura.