Hace medio siglo, en el México de la Presidencia omnímoda y el partido hegemónico, la masacre de Tlatelolco catalizó un proceso de maduración social. La dictablanda dejó de funcionar -antes reprimía liderazgos disidentes reacios a la cooptación y ahora era incapaz de procesar una demanda de la sociedad sin una represión masiva- y la inconformidad con el régimen empezó a crecer. Explotó la guerrilla urbana, el periodismo se atrevió a criticar a los presidentes de la República y en la base social del PRI comenzó una deserción por goteo. Se redujo la tolerancia al autoritarismo y creció la resistencia a la corrupción, que dejó de ser vista como el aceite del engranaje de supervivencia que administraba la pobreza.
Una década después arrancó la reforma política. El sistema abrió cauces de participación a las minorías y convocó a la izquierda a dejar la violencia para incorporarse a la vida institucional. En los lustros siguientes, el PAN ganó sus primeras elecciones y surgió el PRD, potenciado por un desprendimiento del priismo. Poco después se dio, por fin, un Congreso opositor y luego la primera alternancia presidencial. Así, 1968, 1977, 1997 y 2000 fueron los hitos de una transición que logró construir una democracia precaria, con asignaturas pendientes pero con equilibrios que permitieron que las distintas fuerzas se alternaran tres veces en la Presidencia en los primeros 18 años del milenio.
Yo no creo que esa lucha democratizadora haya culminado en el 97, como muchos sostienen; pienso que a fin de cuentas quedó trunca. Pero tengo para mí que a estas alturas ya pocos pueden negar la necesidad de iniciar una segunda transición democrática. El México de hoy se parece cada vez más al del siglo pasado: hay un partido que controla el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial —en el ámbito federal y en casi todos los estados— y hay una sociedad mayoritariamente aquiescente del statu quo y complaciente ante el poder. El daño más grave provocado por la 4T —que en realidad es una restauración de la 3T, de “la Revolución hecha gobierno”— es la propagación de la falacia de una mayoría y una minoría homogéneas: una, su voto duro, depositaria de la mexicanidad, la otra, insignificante reservorio de opositores apátridas. Ese absurdo gesta una conformidad uniformadora que disfraza la pluralidad existente e inhibe su expresión.
Urge emprender la nueva democratización de México. El círculo rojo debe dejar de hablarse a sí mismo y convencer al círculo verde de que ni la mejoría de sus ingresos es sostenible -no resuelve el problema de fondo de la pobreza y menos el de la desigualdad- ni la concentración de poder es deseable. Debe demostrarle que inexorablemente las autocracias se corrompen y el bienestar que generan se evapora. Así como los mexicanos de hace 40 años despertaron de la anestesia y vieron con dolor que los beneficios socioeconómicos del clientelismo se diluían al tiempo que sus costos en corrupción se multiplicaban, los mexicanos de hoy han de darse cuenta de que la 4T es un espejismo. Y el imaginario colectivo tiene que cambiar para que la realidad no tarde demasiado en enmendar las cosas. La pedagogía es la historia, que ha exhibido una y otra la desventura de los pueblos uniformados bajo el yugo del pensamiento único.