Entre el poderío y la debilidad, el desierto. Lerdo de Tejada no quería tender vías férreas para comunicar a México con Estados Unidos porque pensaba que estrechar lazos con la potencia nos subyugaría. Pero la cicatriz de arena fue pronto vendada por la geografía, la migración y el comercio, y hoy el menor intento de alejamiento suscita reclamaciones de ambos lados y de arriba a abajo de la sociedad. Nuestra integración, nos guste o no, se ha vuelto inescindible.
Eso no quiere decir que la relación bilateral sea tersa. Nos suele dar dolores de cabeza, y a veces migraña. Así ocurrió en la Presidencia de Donald Trump, por sus pulsiones tiránicas potenciadas por el miedo de Peña Nieto y de López Obrador, y así sucede en estos momentos en el gobierno de Joe Biden que, si bien le ha dejado pasar muchas cosas a AMLO a cambio de la penosa labor antiinmigrante de la Guardia Nacional, parece decidido a endurecerse ante una reforma judicial que somete los intereses empresariales a un esquema autocrático y populista. Lo de antes eran golpes de saliva; esto es una amenaza a inversiones multimillonarias, y no sé si el viejo truco del TLC —sus asuntos se tratarán en instancias internacionales— convenza a los inversionistas gringos.
Desde que salió Trump, con quien fue prudente hasta la ignominia, AMLO se ha dedicado a declarar sobre política interna estadounidense con más imprudencia de la que le achaca al embajador Salazar. Que si violan los derechos de Assange, que si deben quitar la estatua de la Libertad, que si son disolutos, que si deben votar de uno u otro modo. Tenemos un presidente injerencista, según su propia definición de término: insulta a España, Panamá y Canadá, se entromete en asuntos electorales de Colombia, Ecuador, Bolivia y otros países y se la pasa dando consejos a Estados Unidos. Está bien; vivimos en un globo aldeano y, aunque deploro que sean ellos el único contrapeso a nuestro Ejecutivo, el que se lleva se aguanta. Lo curioso es el bandazo: el mismo amago —pegarle al T-MEC, motor de la economía— llevó a AMLO primero a ceder todo y luego a no ceder nada: de construir con soldados el muro trumpiano pasó a confrontar a Biden y detonar una crisis innecesaria. Subrayo el adjetivo: no había necesidad, más allá de su voracidad autoritaria, de elegir a los juzgadores por voto popular: las urnas darán todo el poder al presidente sin corregir ninguno de los vicios de nuestra judicatura. Hay quienes dicen que no busca controlar ni vengarse sino estirar la cuerda a la izquierda —como si el afán hegemónico fuera izquierdista— previendo el corrimiento al centro de Claudia Sheinbaum. Discrepo. AMLO siempre juega a tres bandas: lanzó el plan C para perpetuar a la 4T, vengarse de la Corte y, ulteriormente, expiar su pecado histórico de sumisión frente a Trump. El problema es que la penitencia correrá por cuenta de la presidenta electa.
El brete en que está metiendo a su sucesora es enorme. El gobierno de Estados Unidos actúa como si tuviera un as bajo la manga —¿El Mayo Zambada?—, el de México tiene una carta migratoria que menguará tras las elecciones estadounidenses de noviembre. La obsesión de AMLO de imponer un régimen de pensamiento único tendrá un alto costo para Sheinbaum. Quizá la haga añorar el desierto de Lerdo.