Me apoyaré en este ensayo en analogías, no en metáforas. Sí, ya sé que comparar regímenes de tiempos distintos conlleva el riesgo de que los puristas destaquen las diferencias y descalifiquen el ejercicio. Pero también sé que los buenos historiadores entienden que las comparaciones apelan a semejanzas, no a identidades.
Más que hablar de dictadura o monarquía, reafirmo lo que dije hace mucho: habrá un nuevo Maximato en México. Hemos retrocedido un siglo. El poder que detenta Andrés Manuel López Obrador, jefe Máximo de la Transformación, bien puede equipararse al que tenía el jefe Máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles. La muy relativa ventaja del callismo —la inexistencia de partidos opositores y de opinión pública crítica— se compensa con la ausencia en el obradorismo de una disidencia interna como la que en aquella época representaron los obregonistas y con el declive del antagonismo clerical. En todo caso, hoy como entonces, el artífice de la 4T es el indiscutible poseedor del mando transexenal.
AMLO encarna al Ejecutivo, controla al Legislativo y se alista a sojuzgar al Judicial. Tiene el respaldo de las Fuerzas Armadas y, aunque hay inconformidad en algunos poderes fácticos, no enfrenta ningún desafío grave de iglesias o empresarios, no se diga de los medios, que en su mayoría acabaron capitulando. El crimen organizado tampoco lo amenaza. La forma en que impuso su reforma judicial, contra la opinión adversa de los especialistas de dentro y fuera, demuestra su capacidad para manipular a nuestros autodestructivos partidos de oposición. Por si fuera poco, se beneficia de un norte que sopla como nunca a su favor: por más amagos que envíe sobre el T-MEC, Estados Unidos necesita tanto al gobierno mexicano para contener la migración que le perdona casi todo, y nuestra geografía es tan generosa que el efecto del nearshoring será socavado por su despropósito legislativo pero no desaparecerá del todo. Calles no tuvo tanta suerte.
Ahora bien, hay una similitud dolorosa en este cotejo histórico: la mayor parte de nuestra sociedad ha regresado a la complacencia política. Lo que en gran medida sostuvo al viejo partido hegemónico fue el clientelismo que mantenía conforme a su base electoral mediante la repartición de beneficios. Aunque en la pasividad social que reinó al arranque de la época priista influyó también la desinformación y la despolitización, la clave fue la dispersión de recursos que, sin resolver de fondo los problemas, propició una leve mejoría de la miseria rural porfirista. Era la anestesia que hacía sentir mejor al enfermo de cáncer. ¿Suena familiar? La aquiescencia acrítica a la 4T, en efecto, invoca tristes reminiscencias.
Tenemos que empezar de nuevo la transición democrática. Tenemos que recobrar el escepticismo frente al poder: reaprender a cuestionarlo, vigilarlo, exigirle cuentas. A alternarlo. Tenemos que contrarrestar —si se me permite solo esta alegoría— la involución de ciudadanos a súbditos. Tenemos que recordar el daño que nos causó el caudillismo, esa fascinación, sumisión ante la figura de culto. Tenemos que persuadirnos, como si nunca lo hubiéramos hecho, de que los pedestales siempre terminan quebrándose y arrastrándonos a todos al abismo.
Que muera la amnesia. Que viva México.