Trump: el desierto y el espejismo

Ciudad de México /

Algunos críticos de Donald Trump en Estados Unidos piensan que su triunfo electoral refleja el lado oscuro del alma estadunidense. El análisis no remite a una ideología sino a una personalidad: si los electores votaron por un narcisista, misógino y racista, un empresario tramposo que arrastra demandas al por mayor, es porque en el fondo eso son o quieren ser. Achacar todo eso a Trump, por cierto, no es especular; es describirlo a partir del autorretrato público del hombre cruel que desprecia a los débiles y a quien la justicia de su país ha condenado por varios crímenes.

La oscuridad que atribuyen al espíritu de su nación existe en las minorías de desquiciados que lo veneran: los QAnon, Oath Keepers o Proud Boys, que lo consideran un profeta enviado al mundo a redimir sus pecados o un líder providencial que lucha por reivindicar los valores perdidos del país blanco y protestante desplazado por el pluralismo étnico y religioso. Pero es un saco que no le queda al segmento mayoritario de pragmáticos que resienten la carestía o la inmigración ilegal, quieren aislacionismo proteccionista, no están listos para ser gobernados por una mujer, detestan el wokismo y prefirieren taparse la nariz o los ojos y votar por alguien que suponen un buen administrador. Y en esta parte del electorado caben —o se traslapan con ella— los evangélicos que juzgan buen cristiano a una persona cuya biografía es ostensiblemente irreligiosa e inmoral, los obreros que ven como luchador social a un plutócrata que baja impuestos a los millonarios, los enemigos del establishment que siguen a un conspicuo producto del elitismo, los censores de fake news que admiran a un mentiroso compulsivo. ¿Las credenciales de decencia de estos votantes son parapeto de las tinieblas que anhelan? No lo creo.

Tengo para mí que se trata de algo que puede denominarse post racionalidad. La gente está enojada —yo digo que vivimos la era de la ira— y aclama como redentor al primer outsider antisistema que comparta y abandere su rabia. Las sociedades del siglo XXI vienen de un largo peregrinaje por el desierto de la desigualdad y el engaño. Han padecido tantas desilusiones y tienen tanta sed de equidad y verdad que se rinden ante el primer espejismo de demagogia. Paradójicamente, el escepticismo las ha vuelto crédulas. En Estados Unidos, el engañador suscitó autoengaño: ese señor que era egoísta y corrupto —piensan sus seguidores, o mejor dicho sienten— se ha vuelto un héroe altruista que rema contra la corriente del miasma político. Puede haber sido una persona disoluta y trapacera pero ha cambiado, ha decidido renunciar a una vida cómoda para guiarnos. No fue el miedo a ir a la cárcel lo que lo movió en su segunda campaña —es víctima de una persecución para detener su regreso a la Casa Blanca, pues no es posible que haya cometido tantos delitos—: fue la epifanía del renacido dispuesto, si es necesario, a inmolarse por nosotros. ¿Acaso no dio ya parte de su oreja?

El fenómeno Trump, eso que llevó a millones de mujeres y de latinos a reelegirlo, es a fin de cuentas emocional. Por eso me inquieta imaginar qué harán esas multitudes indignadas cuando se den cuenta de que su adalid es un manipulador más, un embaucador de peor calaña que todos los que llegaron antes al poder.


  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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