El transporte público es el nuevo campo de batalla. De un lado, los permisionarios exigiendo un incremento al precio del pasaje, bajo el argumento de que operar es “insostenible”. Del otro, un gobierno estatal que camina sobre una cuerda floja, evitando decisiones impopulares en medio de una transición política. Se trata de una disputa que ya escaló.
El paro de algunos transportistas no es una provocación sino una declaración de guerra. Es la presión abierta de un sector que por años ha operado bajo sus propias reglas.
Es cierto que algunos permisionarios cumplieron los acuerdos pactados durante el gobierno del fallecido Miguel Barbosa, pero la mayoría se deslindó. La impunidad y la falta de consecuencias ante esos incumplimientos se tradujo en que cumplir o no cumplir no hacía diferencia.
Ahora, las protestas no solo se intensificarán, sino que están diseñadas estratégicamente para coincidir con la toma de protesta de Alejandro Armenta, buscando marcar territorio frente al nuevo gobernador.
Pero, como todo en política, esto es más que tarifas y rutas. Es un pulso de poder que pondrá a prueba a Armenta desde el primer día. Si cede a las demandas, su gobierno podría empezar con un mensaje de debilidad frente a los grupos de presión. Si mantiene una postura firme y rechaza el incremento, el riesgo es que el conflicto se prolongue.
A pesar de las tensiones, el incremento al pasaje no está descartado. De hecho, se prevé que la extinta Dirección de Vialidad Estatal se convierta en un brazo operativo de supervisores de Movilidad para monitorear que el cumplimiento de cualquier nuevo acuerdo derivado de un ajuste tarifario, sea respetado.
La ironía aquí es brutal: los permisionarios insisten en que el transporte ya no es negocio, pero pocos renuncian a sus concesiones. ¿No les alcanza ni para gasolina? Entonces qué esperan para vender sus unidades como chatarra y dedicarse a otra cosa.
En este choque de trenes entre permisionarios y gobierno, los únicos que verdaderamente pierden son los ciudadanos al ser usuarios que dependen de un sistema de transporte deficiente, caro y atrapado en un modelo que parece diseñado para beneficiar a unos pocos a costa de todos los demás. La pregunta no es si el precio del pasaje subirá o no. La pregunta es quién realmente manda en Puebla.