“No puedo respirar”: el signo maldito de nuestro tiempo…

  • Columna de Alejandro González
  • Alejandro González

Ciudad de México /

Para salir de la pandemia, en diferentes textos de diversas naciones me chuté artículos y análisis sesudos sobre lo que el encierro ocasionaba en la gente: el síndrome de la cabaña.

En teoría, amigo lector, después de mucho tiempo de estar encerrado en casa, en la cárcel o en una cabaña, el individuo, cuando finalmente ve la puerta abierta, siente temor de salir.

Y probablemente este tipo de análisis psicológico observado en las personas es válido para largos periodos de encierro, hoy diríamos que muy muy largos periodos, porque los eventos recientes que han bañado al mundo en sangre, no pueden verse con el pudor tímido o temeroso de quien no quiere salir de la cabaña.

Contra los pronósticos que circulaban, la población mundial salió a la calle casi encendida, bastó un pequeño cerillo para detonar furia, resentimiento, coraje, indignación, intolerancia, vandalismo y hambre de justicia.

En Estados Unidos, el terrible caso de George Floyd, en México el crimen de Giovanni, sacaron a la calle a la población que respondió con extremada furia y coraje.

En un principio, estimado lector, podríamos pensar que se trata del hartazgo de la población de color en Estados Unidos y por eso en casi 75 ciudades marcharon, vandalizaron y dejaron claro que la muerte de Floyd es la gota que derramó el vaso, ¿en verdad?

Y en Jalisco, el abuso policiaco contra Giovanni encontró una multitud de personas hartas de los excesos cometidos por los policías, ¿en verdad?

No vivo en Jalisco ni en Estados Unidos, pero sé del abuso policiaco de los blancos y he vivido el abuso de la autoridad tapatía.

Creo que las turbas tienen motivos suficientes y no hay cómo defender a los policías. Es injusto por lo complejo de su trabajo, sí.

Pero abusan sistemáticamente con el escudo que les da el uniforme y brincan la línea de la legalidad en un riña o en una detención, y cuando levantan la cabeza, la ira los ha traicionado, llevándolos del otro lado: donde habitan los asesinos que muestran su placa para justificar un crimen y donde reniegan de su maldición. Ya están del otro lado… y serán juzgados.

Tenemos que apuntar, amigo lector, y que no se interprete como una defensa de los asesinos, que curiosamente hay un patrón de conducta en este problema y que tiene que ver con dejar el encierro.

Y vuelvo al apunte original, donde no veo por ninguna parte el mentado síndrome de la cabaña; la gente salió en realidad eufórica, enojada y hasta iracunda, de mecha corta pues, para reaccionar a cualquier cosa.

En Francia, por ejemplo, recibieron el caso de George Floyd y se revivió un caso similar de 2016, donde Adama Traoré fue victimado. Los parisinos salieron a las calles a reclamar como si hubiera sucedido ayer.

Con todo respeto para los estudiosos del comportamiento humano, parece que vivimos un síndrome de euforia por encierro (ignoro si existe un nombre), pero es urgente identificarlo, porque el estrés económico, el encierro y las bajas expectativas para el futuro tienen a los más oprimidos con la rodilla en el cuello: “No puedo respirar” es un sentimiento y un grito común en el mundo, no es una metáfora.

Es una triste ironía: los que se libraron del covid-19 y no terminaron en una cama con respirador, hoy en las calles sienten igualmente que se ahogan y no pueden respirar, ¿dónde está la prótesis para todos ellos?

Las redes sociales nos ayudaron a fugarnos mentalmente en el encierro, pero también nos fueron mostrando el proceso de creación de las cadenas que la realidad económica estaba construyendo.

Morir ahogado en este año parece el signo maldito de nuestro tiempo, ya sea por el coronavirus o por esa soga que sostiene la economía mundial y que comienza a cerrarse y apretar despacio, despacio, despacio… o usted, ¿qué opina? 


alejandro.gonzalez@milenio.com

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