Supongo que debe haber algo más que esto, algo que verdaderamente podamos llamar felicidad. Me cuesta creer que tengamos que resignarnos a estas esporádicas explosiones de felicidad desencadenadas por el consumo, las pantallas o el derroche conspicuo. Supongo que como hemos aprendido a construir nuestras individualidades a partir de lo que consumimos, de lo que podemos disfrutar y a lo que tenemos acceso, escapar de una idea de felicidad basada en el comprar productos, servicios e ideas, hacia una felicidad que parta, digamos, de la contemplación o el autoconocimiento, será cada vez más complicado.
Estamos experimentando la romantización light de la vida ligera y la falta de crítica a esos sistemas que le han puesto precio al silencio e incluso a la nada: campañas ideológicas que nos exhortan a poner la mente en el aquí y el ahora, a aspirar a una vida desprendida de lo material y practicar la reutilización y el consumo responsable (que ha sido el pretexto para vendernos la basura y desechos de los ricos). Y, al mismo tiempo, subrepticiamente a través de memes, vemos cómo se generaliza el discurso de la resignación proletaria a la precariedad y la imposibilidad de acceso al trabajo y a la vivienda dignos. Así, pareciera que el objetivo del capital, al que estamos ya resignados, es convertir nuestro trabajo en un mecanismo de pago de cuotas y deuda perpetua, en el que la vivienda o el ahorro son un sueño prácticamente inalcanzable, y en el que el peligro de la pobreza está, como dicen los memes, a una enfermedad de distancia. De ahí que nos encontremos en el centro del placer del consumo inmediato como sustituto del aquí y el ahora contemplativo que nos abriría la puerta al autoconocimiento y, probablemente, a una felicidad menos efímera. Pero estamos condenados, atrapados en el aquí y ahora del consumo veloz de productos cada vez más pobres e innecesarios, deslumbrados (o conformes) con el brillo que nos acerca, al menos en fotos y mediante logotipos, a la felicidad ideal impuesta por las redes sociales y el mercado.
Si hemos aceptado que el futuro es una desdichada repetición de nuestras jornadas hasta alcanzar la edad para acceder al cheque con el que el estado “premia” el sobrevivir a décadas de explotación capitalista, el presente entonces habilita una idea vaporosa de felicidad basada en el consumo de productos veloces y perecederos: moda rápida, conocimiento instantáneo, baratijas chinas, drogas, la revelación apoteósica de conciertos cada vez más caros, fotografías digitales, logotipos, palabras rebuscadas para experiencias tan sencillas como el comer o tomar café y la celebración de rituales vacíos en los que cualquier atisbo de solidaridad se interpreta como una revelación del valor de la humanidad. Pareciera que hemos hecho de la felicidad un fantasma, y hemos aprendido a arreglárnoslas con un sustituto a meses sin intereses.