Supongo que la discusión sobre el “privilegio” ha venido de una honesta reflexión sobre la desigualdad alimentada desde las teorías de género, el antirracismo, etc., a convertirse en una herramienta culpígena del poder para alejar a la fuerza laboral de objetivos más urgentes. Es decir, se ha vuelto una herramienta discursiva de enajenación, desmovilización e invisibilización de la lucha de clases. Como bien observa Melanie Salgado López, del Comité Cerezo, de un tiempo a esta parte es común escuchar a estudiantes y otras personas comenzar o rematar sus opiniones con algo como “yo hablo desde mi privilegio”. Ahí, claro, se muestra una intención –honesta, aunque impulsada por la hipercorrección de redes– de mostrarse conscientes de otras realidades más adversas. Pero, como bien observa Salgado, detrás de ese discurso socialmente comprensivo se esconde uno que acentúa que “aquellos que tienen lo que apenas es necesario para vivir dignamente, lo que cualquiera debería tener, tienen de más; es decir, que destaca como anormal tener lo necesario en lugar de destacar como anormal no tener lo que es mínimo”.
El problema es que esta noción de “privilegio” (que va desde tener una conexión a internet o un lugar en una universidad pública y hasta vivir cerca de una parada de transporte público) se impone como un mecanismo “de desdibujamiento de los derechos humanos que naturaliza que unos tengan ciertas condiciones materiales (incluso como algo vergonzoso) y otros no, y se disfraza una invisibilización de la lucha de clases por medio de un discurso pseudo comprometido con lo social”. Y se vuelve más complejo porque, en realidad, nada o muy poco se dice “de quienes en realidad viven con base en los privilegios del despojo de las mayorías”. La discusión sobre “el privilegio” o, mejor, la aceptación del “privilegio” en el discurso propio esconde la noción neoliberal de normalizar lo que no es normal y “ofrece una falsa opción de compromiso social que sólo se compone de reconocer en el discurso que muchos tienen menos que yo”, pero de forma acrítica y sin comprender a los derechos humanos como derechos, sino como, precisamente, “privilegios”.
Que mi colega tenga agua y viva en una calle pavimentada e iluminada, que tenga un empleo estable y tiempo para jugar futbol los viernes por la noche o ir al bar por una cerveza; que mi compañerx tenga internet estable y llegue desayunado a clase, que mi profesora haya obtenido una beca para estudiar en el extranjero… no son privilegios: son derechos conquistados por la lucha histórica de las clases trabajadoras. Considerarlos “privilegios” provoca, siguiendo a Melanie Salgado, la invisibilización de los verdaderos privilegios por medio de los cuales “a diario nos explotan, roban, despojan y condenan a la miseria y a la violencia”; el desdibujamiento de los triunfos y derechos populares, al volverlos obra del azar o, peor, de la buena voluntad individual de políticos y poderosos (el señor presidente municipal nos puso alumbrado público, la empresa tal nos trajo la carretera, etc.); la estigmatización de los derechos del pueblo trabajador, pues al llamar privilegios a nuestros derechos, “la clase dominante nos confronta con quien no es el enemigo”: nos divide entre privilegiados y no privilegiados. Además, concibe a los derechos humanos como mercancías, pues pareciera que sólo algunos tienen la suerte de pagar las condiciones de una vida digna; y, finalmente, instaura una visión acientífica de la historia, ya que la inadecuada noción de privilegio “presenta los hechos como azarosos y como si estuvieran condenados a ser así por siempre, por lo que es imposible cambiarlos”.
Y concluye, certera: “usted no tiene que luchar contra los falsos privilegiados, sino en todo caso luchar para que todos gocen de las condiciones para vivir dignamente”.
A veces necesitamos dejarnos seducir por la radicalidad.