Creo que, en el fondo, nuestro Día de Muertos simboliza la restitución: el pactar paz con aquellos que se fueron. Y es que, si son nuestros muertos –nuestros de verdad– les debemos algo. Siempre. De entrada, el haber sobrevivido, el experimentar nuevos amaneceres y otras tristezas. Pero también, y siempre, una visita, una sonrisa. Una palabra, un mensaje de buenos días. Si son nuestros muertos, siempre hay algo que queda pendiente, cercano o lejano en el tiempo, porque, en el fondo y en realidad, toda pérdida de los nuestros es intempestiva y cruel e injusta. Hay siempre una palabra imprecisa, un deseo de volver a ver el mar, de regresar a esa iglesia o de comer en el campo; un sueño siempre postergado de un viaje largo al que vayan, por fin, todos.
Siempre hay algo que le debemos a nuestros muertos. Y al menos una vez al año podemos enmendar nuestras omisiones y descuidos, comprar la marca de cigarros correcta, preparar la comida especial que en su momento pospusimos por laboriosa y el postre que negamos por la enfermedad. Y es que es hermoso pensar que un día al año pueden regresar de donde están y comer con nosotros. Los guiamos con fuego, luz, sal, azúcar y agua porque supongo que ahí se cifra la esencia de la existencia humana, y una vez aquí les cumplimos, año con año, un último capricho que es nuestra manera de soportar su pérdida y la imposibilidad de no haber podido hacer más por ellos.
Y yo quisiera, ahora, compartir mi ritual, mi modo de encontrarle sentido a la vida a través de mis muertos. Siempre coloco en tu ofrenda una foto del mar o un símbolo marino. Y es que toda muerte es repentina y cruel e injusta, y aunque sabíamos el desenlace y nos enfrentamos a él en paz, la enfermedad nos truncó ese último viaje al mar. Ibas a ponerte tu suéter ligero blanco y te lo quedé a deber. Estaba aterrado: no podía concebir mi vida sin tu peso liviano haciendo más ligero el mundo. Por eso, ahora, quiero creer que Dios, si existe, en su magnanimidad, te deja venir y lo que ves en el altar que te pongo sobre la barra de la cocina no es una fotografía, sino el atardecer del golfo que quedé a deberte. Y quiero creer que ese dios te deja mirarlo junto a mí una vez más, y me deja decirte, una y otra vez más, que te amo. Y ese dios, omnipotente y, si existe, justo, me deja verte sonreír una vez más a contrabrisa marina. Y ese dios, entonces, deja que vuelva a sentirme, una vez más y a tu lado, invencible e invulnerable, para que no notes en la dicha eterna lo quebrado que estoy desde que te fuiste.