Tuve el privilegio de estudiar mi educación básica en una escuela privada. Se trataba de un colegio al que asistíamos hijos de familias pertenecientes a lo que en los noventa se llamaba “clase trabajadora”, con todo lo que eso significaba: sueños, aspiraciones y una idea compartida de que la educación serviría para lograr ser alguien en un mundo cambiante que se enfrentaba a la cultura de la rebeldía de fin de siglo y al primer internet y a la aceleración constante.
Ante la incertidumbre de un mundo que se intuía cambiaría muy rápidamente, nuestros padres invirtieron en nuestra educación con la esperanza de que nos abriera puertas a una realidad cuyo lenguaje universal sería el inglés y que requeriría comprender de algún modo la tecnología, y saber francés por que qué más da y leer mucho y bien.
Y en ese colegio, que se llamaba Pachuca como este lugar de viento y polvo, hicimos pequeños crímenes que nos condenaron a cartas de regular conducta, y una huelga ante las injusticias de la evaluación de historia, y un anuario que algunos de repente hojeamos para ver en qué se convirtieron nuestros sueños.
Entonces no sabía (no podía saberlo aunque mi personalidad ya lo anunciara), que su lema definiría mi enfermedad y la de muchos: “El futuro es nuestro tiempo”, o sea, la ansiedad, el no poder estar ni aquí ni ahora… cruel destino en el escudo pegado a nuestro informe.
Generalmente no creo en las visitas al pasado. Pero fui y vi a mis ex compañeros, y me alegró ver en ellas y ellos, ahora adultos mucho más funcionales que yo, a los niños y adolescentes que fuimos: la evocación de un tiempo que supimos disfrutar y que, en mayor o menor medida, nos trajo hasta acá en búsqueda de la felicidad y la estabilidad.
Me dio gusto vernos a través del tiempo y descubrirnos ahora con metas cumplidas, sueños abandonados, pérdidas, triunfos, y con la idea de que todo será mejor. Me dio gusto saber que encontramos un camino y que, más o menos, aprendimos a ser felices. Los abrazo.