Este año contaremos en la FIL nada menos que con Antonio Muñoz Molina, al que conozco desde que publicó su primer libro y soy testigo de cómo siendo muy joven se fue haciendo famoso y se convirtió en uno de los escritores con más prestigio de la narrativa española. Fuimos compañeros del Instituto Cervantes: él en la gran Nueva York y yo en la humilde Fez marroquí. Somos de la misma edad, andaluces: él considerado un famoso narrador y yo un humilde poeta sin ambiciones literarias. Me dieron el premio de periodismo Álvaro Cunqueiro por un artículo en el que hablaba sobre “El invierno en Lisboa”, pero como suelo perder documentos desde mi juventud, ya, por mucho que he tratado de rescatar ese artículo no lo encuentro. Y no estaba mal escrito, me refiero a mi artículo, pero se perdió en las mudanzas y en los misteriosos archivos del mundo digital de los años 90 del pasado siglo. Recuerdo sólo que agarré por el galardón un buen puñado de billetes que me gasté en libros y en celebraciones. Leí una vez en un artículo suyo que distingue la escritura de la entrega a la lectura y de la vida literaria. Se titulaba “El espíritu de la novela” y decía con ironía y quizás con un poco de amargura, que uno puede estar tan ocupado siendo escritor que no le quede tiempo para escribir. Y que a veces se está tan sumergido en la vida literaria que no hay calma para la vida. Reconocía en ese texto que publicar es exhibirse y que las ferias del libro pueden convertirse en exhibiciones de vanidades donde todo el mundo va a lucirse ante miles de personas que compran libros para no leerlos jamás. La verdad es que el libro es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de militancia, de modo que el autor –éstas siguen siendo palabras de Muñoz Molina- hace de publicista de sí mismo y debe dar todo tipo de explicaciones sobre lo que presenta y considera que la vida es soledad, pero la literaria es tumulto, bullicio, locura y agotamiento. Lo que Muñoz Molina valora más son los veranos destinados a la soledad de la escritura o la lectura, dos ejercicios imposibles para el loco ruido que acompaña a la farándula literaria. Pues escribir produce fatiga porque genera la angustia y la incertidumbre de haber publicado. ¿Pero cómo se publica? ¿Cuántos árboles es necesario cortar para publicar mil ejemplares de un libro. Ahora, el Gobierno, las universidades, las instituciones culturales recomiendan eso que llaman sustentabilidad y que se relaciona con la ecología. Quieren que se publique en digital. Si se hace caso a esos consejos y de pronto se va la luz o se produce un apagón eléctrico y luego se agotan las baterías, cómo se leerá, de qué manera se aprenderá. Y qué pasará con las FIL que existen en el mundo. Si no hubiera libros se produciría un caos extraño o asistiríamos a una fiesta, a un jolgorio musical donde compraríamos recargas digitales sin apenas imágenes, sin cerros de volúmenes esperando y las termitas morirían de hambre y la tierra se llenaría de árboles hasta convertirse en una inmensa selva sin desiertos. No pinta mal el asunto del vacío, de la ausencia de tinta. No está lejos de producirse, pero es tan utópico como la desaparición de los carros de gasolina. Aunque esto está más lejano aún. De todas formas y de la manera que sea, apostemos por la lectura y por la FIL y ¡Viva la India! este año y aplaudamos a los cientos de escritores que llenarán el escenario mágico de Guadalajara.
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