Eulalio González ‘Piporro’... El viejo del acordeón

  • MILENIO Retro
  • Carlos Díaz Barriga

Ciudad de México /

Nacido el 16 de diciembre de 1921 a mitad de camino entre Monterrey y Reynosa, en Los Herrera, Nuevo León… Eulalio González Piporro siempre celebró la vida, su vida. De vez en diario. Nunca perdió esa fiebre. Eso cabía en cada “ajúa”. Cuánta alegría le dio a su país, a su gente: a su ‘raza’. Creía que iba a vivir 98 años y que con tantita suerte, quizá brindaríamos por los 100. Y en eso justamente estamos.


El extraordinario dibujo que le hizo el artista Luis Carreño. (Archivo Carlos Díaz-Barriga)

Bracero, reportero, locutor, actor, guionista, compositor y cantante. En muchos sentidos le dio identidad a esa chula frontera que hay entre el humor y la verdad. Participó en 74 películas. Figura estelar y singularísima de la comedia en el cine de oro mexicano. No se parecía a Cantinflas ni a Resortes ni a Clavillazo ni a Tin Tan. Y logró junto a éstos su propio sitio en esa primera línea de combate.

Primer gran difusor del sonido… de la música del noreste, a niveles masivos. Una fotografía que le dedicó Agustín Lara, resume su influencia en la materia: “Piporro, bailemos la redova por todos los siglos de los siglos. Amén”. Sobre su manera de hablar, dada la popularidad alcanzada, llegó a decirse como la más seria de las bromas, que el Piporro no hablaba como los norteños: los norteños hablaban como el Piporro.


El autógrafo de Lara, uno de sus grandes personajes.


El sensible Agustín Lara… resultó su gran admirador.

Taurófilo de pura cepa (sólo en las plazas de toros dejaba de ser el Piporro. Recordando su papel de ‘Torero por un día’ la gente lo saludaba en concordancia: ¡Ése mi ‘Mil Faenas’!) Buen dibujante, aficionado a la pintura y conocedor y estudioso de los artistas del Barroco o del Renacimiento. Cantaba como nadie los boleros arrabaleros de Federico Baena. Amo de la conversación y capo del dominó.


Don Lalo era buen dibujante. Su autorretrato era el autógrafo que realizaba en 30 segundos a quien se lo pedía.


Caricatura de 1966. Es de Jorge Carreño sobre el personaje del Mil Faenas en ‘Torero por un día’. (Archivo Carlos Díaz-Barriga)

El viejo del acordeón... así se llamaba la película que nunca alcanzó a filmar. En un primer borrador se llamó El hombre del acordeón; pasados los años, simplemente le hizo un pequeño ajuste al título. Era un personaje callejero que tenía muchas historias que contar. Como él. Gran parte de aquéllas quedaron vertidas en su Autobiograjúa, editada por Diana en 1999, que alguien tendría que reeditar urgentemente.

En 1999 se editó con enorme éxito su ‘Autobiograjúa’. Hoy no se consigue un ejemplar. Porque no hay… y porque nadie presta el suyo!!

Perdón la primera persona, pero así pasa cuando sucede. Va a modo de testimonio que comparta a don Lalo desde otro ángulo. El personaje que a través de sus películas y sus canciones me despertó en la infancia las sonrisas vigentes, al paso del tiempo, salió de la pantalla, para enseñarme caminos. Y veredas.

Eulalio González, viudo y con cinco hijos amorosamente unidos a él, vivía a finales de los años ochenta y principios de los noventa, solo, afincado en su rancho de Río Bravo, Tamaulipas, y pasaba algún tiempo en su casa de San Pedro Garza García. Fue en uno de los pocos viajes que por entonces hacía a la ciudad de México, cuando, sencillamente, le gustó la entrevista que le hizo un incipiente reportero que parecía conocer más de sus canciones, de sus películas, de sus frases... que él mismo.


La boda con Tina Ballí. Su compañera de toda la vida.


La familia completa, unida y siempre cercana de Eulalio González 'Piporro'

Entre el viejo y yo había medio siglo de por medio. Le extraño, quizá, sería que alguien tan lejano en muchos sentidos, le recordara, sin miramientos y con fundamento, quién era él a estas alturas: una leyenda popular. Parecía retirado, aunque no lo estuviera… y eso no podía seguir así.

Para cuando caí en cuenta, ya estábamos desayunando por tercera ocasión en el modesto restaurante del viejo Hotel Ejecutivo de la calle de Viena en el entonces Distrito Federal, inventándonos un gran plan. Luis Aguilar El gallo giro y él, eran amigos de toda la vida… tenían mil correrías juntos luego de haber filmado seis películas y recorrido pueblos y ciudades con la Caravana Corona. Pero en aquel momento ambos eran un par de estrellas olvidadas a quienes les ofrecían en las telenovelas los papeles del cura, del mayordomo o del jardinero.


Acá con su entrañable Luis Aguilar ‘El gallo giro’. (Archivo Carlos Díaz-Barriga)

Qué Jack Lemmon ni qué Walter Matthau. Le propuse que escribiéramos una obra de teatro para dos personajes. La historia ya estaba. Los diálogos ya eran y simplemente había que darle forma a todo: “¡Tú nos la lo escribes!” Entusiasmado se consiguió una comida con don Luis. Fue en ‘La cabaña’ allá por Insurgentes -frente a Radio Mil-. Y se armó todo. Nos reunimos una y otra y diez veces más… imagínense a un niño curioso despertando a dos gigantes. Pues así.

Ésta, mi primera escena con Eulalio González, Piporro. La última sería 12 años después, en la primera mañana de septiembre de 2003, acompañando a sus hijos en derredor de su cama.

Estaba recostado sobre su lado derecho. Su mejilla descansaba, cual si fuera un niño dormido, sobre la palma de su mano. Sereno.


Como dijo el que dijo: “¡Se murió don Lalo, se murió don Lalo! ¡Mentira, hombre, ese pelao qué se va a morir! Nadie lo quería creer, pero se murió... se murió.” Entre una y otra escena, tuvimos tiempo de construir esa amistad que a los viejos ya no les interesa construir. Vasta. Acuñada. De pura ley.

Nuestros grandes personajes son habitualmente inalcanzables, inabordables, incluso. En ese sentido perdí un ídolo, pero gané un amigo. Mi inolvidable personaje inolvidable. Al tiempo, un hermano mayor, un segundo padre, un mentor involuntario, compinche… encubierto y encubridor, bueno… hasta padrino de matrimonio. Pese a la enorme brecha generacional, me dijo: “háblame de tú”. “Sí don Lalo, como tú digas”. Le daba entonces yo la misma respuesta que él le había tenido que dar a Cantinflas cuando éste le hizo igual petición: “Sí, don Mario, como tú ordenes”, me contó.

La obra de teatro con el entrañable Luis Aguilar se fue postergando y cuando éste se nos murió sorpresivamente de un infarto cardiaco, Lalo decidió que no la haría con nadie más y que ese asunto se iba la tumba con su gallo querido. Sin percatarnos, se inventaron o llegaron muchas otras cosas. Todas. Y yo ayudando y aprendiendo. De él y del gran Juan Silva, “el mejor acordeonista de México...” (¡te abrazo, mi Juan!) que después de trabajar cinco décadas a su lado, lo conoció como nadie. Lo cuidaba arriba y abajo del escenario. Fue su ahijado y con los años, su compadre. Imprescindible... irremplazable.


Con Juan Silva, "el mejor acordeonista de México. Medio siglo trabajaron juntos

Temporadas de teatro en el D.F. o en Monterrey, comidas y cenas y parrandas y los shows de los amigos y nuestras mutuas fiestonas de cumpleaños y temporadas de toros y crudas y cantinas con dominó y presentaciones en Estados Unidos o por todo México y aviones y carreteras y camerinos con cubilete y su autobiografía y otros dos discos que lo animamos y acompañamos a grabar Toño Cortés Camarillo, Modesto López, Delfor Sombra y yo.


Programa de mano de la obra ‘Ajúa 400’ producida por Multimedios en el Teatro María Tereza Montoya de Monterrey.


Cartel de su regreso al teatro Blanquita en la Ciudad de México. Elencazo irrepetible. (Archivo Carlos Díaz-Barriga)


Ya retirado, agarró su ‘segundo aire’. Y volvió a las andadas. Libro, discos, teatros, plazas públicas, carreteras, aviones. Acá gira a Chicago. Don Lalo, Carlos Díaz-Barriga y Juan Silva

No era, como alguien pudiera imaginarse, ‘chistoso’ de tiempo completo. Ni de medio tiempo. Ni por hora. Tenía un gran sentido del humor —eso es otra cosa— y tenía siempre una historia vivida para contar, o un tango sabido para cantar.

Ni modo de no conocerlo. Encontré su esencia, porque lo conocí cuando él tenía 50 años de trayectoria... en los tiempos de la cosecha. La vida lo había dotado de muchas cosas, como a todos. Pero las había asimilado todas, como pocos. Nunca se derrumbó con la pobreza de la niñez, ni perdió el piso cuando llegó ‘el éxito’ en la edad adulta. Y cuando éste ‘se acabó’, no se amargó en la vejez que no la fue. Siempre entendió su momento: “Tengo 80 años, pero todavía me la parto con cualquiera de 90…” Era la fusión demoledora de la inteligencia, el humor, los años, los arrestos y la sencillez.

No había, como nunca la hubo, posibilidad de que se dejara de nadie. Y claro, eso se contagia. Aquí, una pincelada: unos metros antes de cruzar el puente de Mcallen a Reynosa, siempre fue nuestra parada obligada la UETA, donde comprábamos sin excepción 4 botellas de whiskey Chequers… dos y dos, para no salirnos de la ley. No olvido la cara de un sujeto que llegó a saludarlo, cuestionándole si algo sabía de que se había muerto Eleazar García El Chelelo, conocido comediante del que ciertos productores cinematográficos habían hecho un mal remedo del Piporro. “Sí, ya estoy enterado, es una pena.” “Oye Piporro, pero no era tu amigo… te caía gordo, verdad.” “Mira, éramos compañeros, no me caía gordo y lamento mucho su muerte”. Pero aquel impertinente sujeto siguió apretando la tuerca… “¿Y entonces Piporro, si sí era tu amigo, porque ni siquiera fuites a su funeral?…” Aquél me volteó a ver de reojo, como dedicándome “la función” y dando un manotazo sobre el mostrador, le espetó: “Mira, mano… si no fui a su funeral fue porque no pude. Y ultimadamente… él tampoco va a ir al mío. ¡Así que cuál chingaos es el problema! Y con permiso… ¿nos iremos, don Carlos?” “Vámonos, don Lalo.”

En este tenor me iba enseñando a defenderme, por ejemplo, hasta para cobrar: “Mira, tú pídeles el doble. Apréndete que siempre te van a ofrecer la mitad de lo que vales”. Y a defenderme… del dolor. Cuando el deceso de nuestro mutuo amigo del alma, el poeta y compositor Vicente Garrido, paradójicamente dos semanas antes de su propia muerte, don Lalo me llamó y éste fue su pésame: “Así es este abarrote… hay que entender que morirse es la cosa más natural, y que solamente no se muere el que no nace”.

Y a defenderme también de la apatía: “Tú éntrale… el que no compra boleto, no se saca la lotería”. Aquello era un abrevadero, de esos en los que, simplemente, hay que saciarse.


Don Lalo, escribiendo sus memorias… la Autobiograjúa. (Foto: Carlos Díaz-Barriga)

El hombre iba recopilando su existencia, pero sin dejar de vivir… sin perder la fiebre, decía él. Y entonces surgían canciones muy bellas, que pocos conocen y que nada tenían que ver con el maravilloso Piporro del “Taconazo” y las “Chulas fronteras”. Como ésta, ‘Mariposa’, la mejor, quizá, de su última etapa, y que me mostró el día que la improvisó al reverso de un mantel de papel de un restaurante, dedicada a una mujer infinitamente más joven que él… tormentosa pasión otoñal (tirando a invernal) que algunos pocos sufrimos a su lado:

De repente / sus alas se quemaron / cual mariposa imprudente sus impulsos la acercaron… a la luz / y ahí quedaron / los sueños rotos de su juventud. / ¿Se equivocó?, no. / Vivió su vida. / Simplemente, la que le tocó. // Nadie me lo dijo / lo supe por ella / escogió el camino de su mala estrella / ¿Se equivocó?, no. / Vivió su vida. / Simplemente… la que le tocó.

¡La tenemos que grabar, don Lalo! Y la grabamos con el puro bandoneón del gran César Olguín.


Acá de testigo cuando se reencontró con su descubridor cinematográfico, don Miguel Zacarías, que ese día le ofreció un nuevo papel. Un hombre de 95 y uno de 80, haciendo planes. Lección de vida. (Archivo Carlos Díaz-Barriga)

Lalo tenía casi 80 años. Cuando lo oyó, asombrado, ese invaluable promotor cultural que es Modesto López le grabó dos discos en Pentagrama que acabaron ilustrados por ese artista inigualable que es mi hermano Luis Carreño. Ahí entraron otras joyas que sólo escuchábamos en las fiestas, ya muy entrada las madrugada, más que los más cercanos, los más aguantadores.

A últimas fechas, se arrancaba a escribir en servilletas… y ya con algunos muchos jaiboles, brandys o tequilas encima, entre todos los presentes, claro, accedía a cantarnos sus últimos “servilletazos”; como éste, surgido a partir de una frase de don Adalberto Martínez. Estábamos en ‘la sobremesa’ de una carne asada… y como a las dos de la mañana… en medio de un breve silencio, dijo el gran Resortes: “Chí… chí… es gacho llegar a viejo, pero es más gacho no llegar…”:


Seré más viejo que tú

cuando vea por fin brotar

los capullos del jazmín

y que no me asombre más

…el milagro del jardín

Si no acudieran a mí

nuevos sueños que soñar

puede ser que entonces sí

lo tuviera que aceptar

seré más viejo que tú…

…seré más viejo que tú.

Nada que ver con el Piporro, ¿verdad? Pero era el mismo… que entre estrofa y estrofa, en los puentes musicales de discos que hoy son de colección, creó un tipo de humor que nadie antes tuvo y nadie después tendrá… frases que se sabía de memoria ese aprendiz de periodista, aquel lejano día en que lo entrevistó:

“El cobarde le saca al pleito… ¡vive!… El valiente le entra… ¡muere!… Ya estamos quedando muy pocos, prima.”


“Hay gatos que maúllan y nadie entiende lo que diceN, hasta que arañan… ¡ah, gatu... gatu!” “


Si ya tienes una, ora que haces con dos. Una es lo correcto, ya más de dos, pues es bonito pero no está muy bien visto, qué pasó con esa compostura, raza.”


“Es como cuando nos encontramos usté y yo, que nos caímos a todo dar… bueno, no sé si de allá pa’ acá, pero de aquí pa' allá sí… pues se acerca uno y le dice que esto y que el otro y ah’i viene lo demás… unos parecidos a ti y otros parecidos a mí... en caso de que…”


“Pedía la cuenta en la cantina, nomás veían el papel y se borraban los números... ah, qué pelado tan bárbaro. ¡Cuánto debo! No es nada Gumaro, estás viendo, no es nada. Ah, entonces vienen las de la casa, con botana y cacahuate... ¡y a ver quién me aguanta!”


“Ay amor, cómo me has ponido… ¡flaco y descolorido!”


“Ojo que no ve, corazón que no siente, decía el Ojo de Vidrio… ¡y el corredero de gente!”


“Ya está muy viejo ese caballo… nomás ve yeguas y se le ruedan las lágrimas.”


(O este homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz) “Si es la ofensa que me hacéis / por lo mismo que pensáis / contigo ya llevo seis / que me dicen pos qué trais…”

Consagrado en el cine al lado de personalidades como Pedro Infante, Elsa Aguirre, Fernando Soler, María Félix, Pedro Armendáriz, Luis Aguilar, Tin Tan, Resortes y un interminable etcétera, todavía podía emocionarse con una ovación de pie. Como si nunca la hubiera tenido o como si no esperara una más. Entonces, los demás nos conmovíamos al observar detrás del escenario cómo, él, frente al público, se quitaba el fieltro norteño e inclinaba la cabeza, al tiempo que iba aprehendiendo una a una cada palmada. En ello le iba la vida, mientras murmuraba quedo: “Échenle, échenle… sus aplausos me los llevo en el sombrero”.

Por cierto, que era la imagen original, ahora deformada, de la escultura que hay de él escondidona en el Parque Hundido de la Macroplaza de Monterrey. Pues le robaron la placa que decía la frase, el sombrero y una mano. Para ahorrarse una lana le pidieron al escultor Cuauhtémoc Zamudio que le hiciera la pura mano. Eliminando así la placa, el sombrero, la idea y si hubieran podido, hasta los aplausos.


El personaje del 'Piporro' nació para el cine en 'Ahí viene Martín Corona' con Pedro Infante y dirigida por Miguel Zacarías. 1952


"Los aplausos me los llevo en el sombrero”, decía cuando le emocionaba una ovación. Acá en el Teatro Blanquita. (Foto: Carlos Díaz-Barriga)

En el viejo, que hizo de su sencillez, su grandeza, se marcaba la diferencia entre los artistas admirados, y aquéllos que además son queridos. El más culto de los rockeros mexicanos, el tamaulipeco Jaime López, con maestría corrigió la frase acuñada por José Vasconcelos para el escudo de la Universidad Nacional Autónoma de México. Y que dándole la calidad de espíritu, dice con genial irreverencia: “Por mi raza hablará el Piporro”. Eulalio González no fue alguien adelantado a su época. Fue algo mejor... fue un hombre de su tiempo, que veía lo que otros no.


Así era la estatua original que esculpió Cuauhtémoc Zamudio.

Como por ejemplo, el drama del mexicano que, como “Natalio Reyes Colás” en ‘El bracero del año’ (1964) emigraba a Estados Unidos por un hambre que se convertía en ambición. Y que como decía en El pocho, tenía “un pie de un lado, el otro del otro lado… y los dos en ninguna parte.”

Respetó mucho a su público, veneró a su familia y atesoró a sus amigos. En esencia, éste fue. Cercano a esos tres ruedos, aquel incipiente reportero puede afirmar lo anterior, sin exageraciones, pero con la certeza de quien pudo apreciar la última etapa de la faena de su vida... sentado en barrera de primera fila, a veces… o pasándole los avíos desde el callejón. O escondido con él, en los burladeros.

Dice en un corrido que él compuso y que hoy, aquí, se hace propio: “Con el sombrero en la mano / y con el llanto asomado / vengo a rendir homenaje… al que fue mi General…”.

@diazbarriga1

Acá el video con la memorable entrevista que le hizo el periodista Gilberto Marcos

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