La política como espectáculo tiene en los debates presidenciales sus momentos estelares. Mañana subirán al cuadrilátero Kamala Harris y Donald Trump. Una excelente oportunidad para desvelar el secreto del autócrata.
Imaginemos un hecho altamente improbable: digamos que un enorme asteroide se estrella contra la luna y la destruye. Más allá de la catástrofe que, literalmente, nos caería del cielo, las consecuencias de tal suceso serían brutales para todo nuestro planeta. En dicho escenario nuestro personaje reaccionaría preocupándose únicamente de sí mismo.
Apócrifo o no, el clásico L'État, c'estmoi, El Estado soy yo, de Luis XVI, es la expresión perfecta para entender cuál es el punto medular de un tipo de liderazgo particularmente atractivo en estos tiempos interesantes. Lograr la superposición de El Pueblo, o el interés general con un solo personaje es un recurso de eficiencia extrema en casi cualquier sistema de gobierno.
De la monarquía absoluta del emperador francés del siglo XVIII, al líder supremo de "democracias" como la del coronel Muammar Gaddafi, el general Porfirio Díaz o el comandante Daniel Ortega. Si el caudillo, su Santidad o Mister President son la encarnación de la patria, estamos fritos.
Justo por ello en este mundo convulso en el que el marketing político y los sound bites pueden sobreponerse a los viejos paradigmas del poder --como "el derecho de sangre", la voluntad de dios, o la contundencia de la fuerza bruta--, y en el que los grandes consensos se construyen a partir de fake-news, otros-datos y cantaletas emocionales huecas, resulta tan fácil confundir popular con legitimidad.
Hoy que el nombre del juego es el control de la agenda, la peor maldición que le puede caer a un personaje de este tipo es la intrascendencia. Porque se haya ido a vivir a "La Chingada" (en nuestro caso) o, trátese del movimiento MAGA (Make America Great Again) de nuestro vecino del norte, donde su vocero no ha sido capaz de quitarse la etiqueta de weird --algo así como bicho raro--,una vez que los ciudadanos de a píe somos capaces de abrir los ojos y descubrir que, efectivamente, el emperador está desnudo, todo comienza a cambiar.
Por ello la obsesión de los autócratas por acaparar siempre el centro de la atención. Si se rompe la luna, el tema debe ser, ¨¿y cómo le afectará el cambio en las mareas a nuestro amado líder?¨; ¨¿y qué hará para ambientar sus cenas románticas?¨.Todo lo que ocurre, o deja de ocurrir, es en función a él.¿Con él? Nos convertimos en Dinamarca; ¿Sin él? estaremos condenados a sufrir la tercera guerra mundial.
El secreto mayor del Big Brother es su omnipresencia. Sin ella, se diluye.
Más allá del análisis pendiente sobre el fenómeno de Las Mañaneras --brutalmente eficaces para regresar al Caudillo al centro de la conversación pública--, entender el secreto del autócrata nos sirve para explicar por qué un personaje de la farándula, un "me-mine & myself", haya podido ocupar una vez la Casa Blanca, quedarse a un puñado de votos en un segundo intento y, todavía volver a intentarlo dentro de 8 semanas y un día.
La locuacidad, los desplantes, el torrente de insultos y mentiras, la encendida retórica de odio, la manipulación de los prejuicios y su fría lectura del humor social de decenas de millones de personas fueron solamente las herramientas para colocar al personaje en el centro del escenario. He ahí su principal secreto. Fuera de ahí, es nadie.
Mañana debaten Kamala Harris y Donald Trump. Será una gran oportunidad para atestiguar la importancia de los desplantes ególatras en la comunicación política moderna.
Luego, en las siguientes semanas, podremos observar --y en una de esas, entender--, la manera en que el sistema electoral de Estados Unidos procesa la contienda entre dos grandes coaliciones de intereses por influir en la voluntad concreta y personal de algo así como 150 millones de ciudadanos. Las disyuntivas difícilmente podrían estar más claras. Sobre todo, una: el tema del aborto vs el control del Estado sobre el cuerpo de cada mujer. Las consecuencias, por supuesto que no.