Froylán Enciso, quien decidió convertir la comprensión de las consecuencias del contrabando de drogas en un proyecto de vida intelectual, da claves genuinas para descifrar el delicado acertijo estatal que ahora parece tener otro periodo decisivo
El historiador y periodista Froylán Enciso, por su vibrante visión intelectual y generosidad sinaloense, fue uno de los peces guía de muchos de los periodistas de temas sociales y políticos que a partir de 2006 terminamos enfrascados en el intento de cubrir la mal llamada guerra del narco. Luego de varios años, finalmente ha publicado De Sinaloa para el mundo (Editorial Inefable), un libro que da claves genuinas para descifrar el delicado acertijo sinaloense que justo ahora parece tener otro periodo decisivo.
Comparto aquí una pequeña selección de fragmentos de la introducción de este libro por el que deambula el rigor académico, la pasión crítica e incluso la memoria personal.
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Antes, mucho antes de que Sinaloa fuera reconocida en la prensa internacional y los aparatos de seguridad hemisféricos como la tierra del “cártel”, el origen del narcotráfico y la madre fundadora de la narcocultura, este estado de la República mexicana fue parte de la región conocida como Aztatlán, el espacio mítico desde donde diferentes grupos originales emprendieron su peregrinación en busca de Aztlán, una isla donde encontrarían un águila posando sobre un nopal devorando una serpiente. Ahí fundaron el Imperio azteca. Cuando era niño y mi padre vivía, solía recorrer esta tierra en busca de “piedras de los indios” totorames, en las afueras del pueblo de Juantillos, justo en las faldas de la Sierra Madre Occidental, en el municipio de Mazatlán. A la muerte de mi padre, me refugié en los estudios y cuando cumplí 17 años migré hacia la Ciudad de México para disfrutar la búsqueda de un motivo de vida.
Como joven sinaloense en la capital de México, la gente no me identificaba con los valores libertarios y el culto por la herencia histórica de mi padre comunista, sino con el persecutorio velo de la narcocultura. Al principio, renegué de la percepción criminalizadora de mis compañeros universitarios y algunos profesores acerca de Sinaloa y los sinaloenses.
Pero muy pronto, me di cuenta de que tenían razón en señalar que Sinaloa estaba lejos de percibirse como el origen de la mexicanidad y decidí convertir la comprensión de las consecuencias del contrabando de drogas, el llamado narcotráfico, en un proyecto de vida intelectual.
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De manera circunstancial y quizá influenciado por las modas en la discusión pública y académica del narcotráfico en México, justo cuando iniciaba la articulación de estas críticas, hablé sobre el potencial y las limitaciones de la narcocultura con Alma Guillermoprieto. En estas largas conversaciones, de las que quedó registro en uno de sus artículos, dejé implícita no sólo mi crítica a la falta de diálogo, sino la fuerza que empecé a vislumbrar en integrarlas mediante los métodos usados por los historiadores económicos que estudiaban las cadenas de mercancías: “Todo es absurdo —le dije un tanto desconsolado por la violencia que la guerra contra las drogas generaba en México—. La solidaridad de clase entre las tropas y los cultivadores es mucho mayor que la necesidad de los soldados de obedecer órdenes. Así que negocian: ‘Yo necesito resultados y usted necesita sobrevivir en este medio, así que hagamos un trato’. El gobierno obtiene de esa manera los resultados indispensables para exhibir año tras año en las ruedas de prensa una cifra que supere a las anteriores: más kilos de marihuana confiscada, más arrestos. Pero estas cifras no dan una idea del costo [laboral y de producción en la cadena de mercancía] —el precio de venta de un kilo de pasta de cocaína en el punto de fabricación versus el punto de venta en la calle—. La narcocultura sí. Y la logística y la infraestructura y los narcohelicópteros y los narcosubmarinos son sólo una fracción [de los costos]. El valor real de las drogas [incluye] lo que pagan los narcotraficantes grandes y pequeños para blindarse contra los riesgos que supone entregar la droga al consumidor final. Los mausoleos y la música y las gorras de béisbol con hojas de marihuana bordadas con cristales de Swarovski —la narcocultura, en fin— no son más que símbolos con los que se rodean para mantener a raya el miedo”.
En lo que dije a Guillermoprieto, estaban las reflexiones iniciales para desarrollar una visión del narcotráfico que revelara la economía política de los negocios y las acciones de las organizaciones criminalizadas y sus trabajadores. Algunas conexiones eran claras, como la necesidad de tomar en cuenta, las motivaciones de los productores de drogas que poco saben sobre los diferenciales de precios en los mercados internacionales y la importancia de los análisis económicos sobre la estructura de los precios. Era un buen comienzo, pero sabía que había mucho trabajo por hacer para crear una expresión más sintética de la intuición.
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Mi propuesta conceptual, puesta en una nuez, es que la narcocultura es un sistema cultural que media las relaciones de clase de manera instrumental al mercado ilegal de drogas, en el capitalismo tardío. Esta propuesta implica la intención de revelar un atributo inexplorado de la estructura global, mediante una relación fluida entre los regímenes legales de los estados, la circulación de capitales y mercancías, las relaciones de producción y los intercambios de significados, lo cual, por decir lo menos, es difícil de comunicar incluso en términos abstractos. Por eso, como una primera forma para facilitar el análisis de estas relaciones complejas, propongo diferenciar, dentro del conjunto, entre la narcocultura selectiva (o alta narcocultura, si se prefiere) y la narcocultura popular (o baja narcocultura). A manera de los tipos ideales, la alta narcocultura es la expresión pública de la negociación de la impunidad, es decir del espacio entre las leyes escritas y sus prácticas, incluida la discusión de regímenes legales alternativos relacionados con drogas. La baja narcocultura es la expresión privada o la socialización pública de los intercambios de significados y significantes de poder que facilitan el reclutamiento, fortalecimiento organizacional, la protección ideológica contra el estigma y el manejo psicológico del miedo relacionado al riesgo en el mercado ilegal de drogas. Este replanteamiento de la historia y los análisis sobre el contrabando de drogas representa un reto conceptual, empírico e interpretativo.
En el ámbito conceptual, decidí que una visión histórica que intentara comprender las funciones de la narcocultura para la estructura social subyacente al contrabando internacional de drogas era un buen comienzo para ir revelando, a manera de esferas concéntricas, las diferentes expresiones de las drogas en lo humano, desde procesos muy grandes como el desarrollo del capitalismo hasta la experiencia misma. Supe desde un principio que, aunque tuviera esta guía, debía cuidar, en todo momento, que la reflexión teórica no me impidiera observar y analizar procesos que no estuvieran incluidos en mi abstracción de la narcocultura como sistema. Como dijo en alguna ocasión Clifford Geertz, “es menester comprender tanto la organización de la actividad social (sus formas institucionales) como los sistemas de ideas que las animan, así como la naturaleza de las relaciones que existen entre ambas esferas”.
Por eso, en el ámbito metodológico y empírico favorecí una perspectiva heterofenomenológica especulativa que se moviera desde los márgenes del sistema global hacia el centro.
Todas estas reflexiones estaban encaminadas a un fin: reescribir la complicada historia de las drogas de Sinaloa de tal suerte que valiera el trabajo ser releída. Por eso intenté, en el proceso de escritura, que las historias y personajes recuperaran elementos que iban más allá de lo mexicano o sinaloense, es decir busqué presentar a todos los personajes de esta historia como humanos.
A pesar de que debía indagar en hechos históricos dolorosísimos, busqué anteponer el placer en la justicia antes de tomar la vía fácil, tan frecuente en América Latina, de culpar a personajes provenientes de los imperios para eludir la responsabilidad de las personas en zonas periféricas del mundo. También antepuse el placer en la justicia antes de culpar a las élites locales que no seguían las leyes y eran corruptas, porque estoy convencido de que los débiles hubieran sido mayormente criminalizados si esos fuertes hubieran cumplido con la ley. Poner el placer en la justicia es una fórmula que nos permitirá superar escrituras de la historia desde el antiimperialismo irresponsable y el dogmatismo legalista y criminalizador. Nos permitirá, además, anteponer el gozo a las dos reacciones más frecuentes, sobre todo en Estados Unidos, cuando uno lee sobre drogas desde el poder: el voyeurismo racista y la glorificación de la violencia.