Leo a Karina Sosa. Orfandad es una novela que entreabre la herida y el impulso alrededor de la insurrección de 2006 en Oaxaca. Im-pul-so es como leo el acontecimiento literario que sucede por estas páginas, advierto. Mi perspectiva, por supuesto, está viciada de origen y vivencia. La muerte se engendra en rostros múltiples, crepita, repta y ya luego se encarna, escribió Brad Will, periodista anarquista asesinado que revive en esta escritura, al igual que las mil barricadas que iluminaron la comuna oaxaqueña.
Leo el libro de Karina Sosa en un viaje a Oaxaca, sentado en el Zócalo, en una de las mesas de un restaurante que, carajo, apenas recuerdo que teníamos vetado porque la dueña era una frenética entusiasta de la represión de Ulises Ruiz Ortiz (URO), el psicópata de Chalcatongo que pensaba gobernar a punta de balazos y billetes.
Ulises Ruiz Ortiz se llama, por cierto, uno de los personajes de la novela y Ulises Ruiz Ortiz se llama también un personaje de la realidad política oaxaqueña, cada vez más irrelevante, pero no menos impune, gracias a la democracia bárbara que legó la alternancia del año 2000 ocurrida en ese país llamado México.
Leo a Karina Sosa en la noche en el hotel, tras haber tenido reuniones separadas —pero que se sintieron como si fueran casi una misma sola— con las maestras Carmen López y sus hijas, con las luchadoras Paty Jiménez y Nancy Mota, y con las entrañables compañeras del colectivo Mujer Nueva, surgido a raíz de la toma del Canal 9 realizada por cientos de mujeres en un inenarrable mes de agosto de aquel año. Ni ellas ni la admirada defensora Yésica Sánchez Maya son personajas de Orfandad, pero las incluyo de una forma u otra en mi lectura. Cada una, sin embargo, tiene su propia memoria y su propia novela en ciernes. Oigo, junto a ellas, la autora y las demás maestras del megaplantón de 2006, la canción “Volver a los diecisiete”, de Violeta Parra.
Me reúno también con Flavio Sosa, quien sí es un personaje de la vibrante realidad oaxaqueña actual y de la novela de su hija. Nos sentamos a platicar debajo de un hermoso árbol que adorna el patio de una antigua casona, transformada en hotel para hordas de invitados foráneos que llegan a bodas celebradas en Santo Domingo, con calenda y todo. Quiero preguntarle sobre el libro de Kapuscinski que le regaló a la autora o del restaurante griego de Brooklyn en el que trabajó pero no lo hago. De la APPO y Almoloya ya hemos hablado tanto, tantas veces, así es que ahora solo hablamos de contradicciones y procesos.
Leo a Karina Sosa otra noche de hotel. Cada vez que retomo la lectura tengo más dolor y rabia y esperanza y todo. La leo tras charlar en un evento de la Feria del Libro con las cineastas Jimena Montemayor y Paulina del Paso, quienes hablan de sus esculpidos procesos creativos y de la vida que impregna sus búsquedas artísticas, con las cuales, creo, ponen sus cuerpos para detener ese tren que las empuja, que nos empuja a todos. Al final de la charla veo a Karen Cruz Franco, hija de Emeterio Marino, uno de los sobrevivientes de la tortura sistemática ordenada por URO. Karen, como Oaxaca, resiste.
De repente cae la madrugada, entre la ficción y la realidad, un manto de recuerdos colectivos y testimonios resilientes alumbra el ánimo roto. Orfandad te atraviesa por completo. Te pregunta —hayas estado o no en la insurrección oaxaqueña o en el vértigo de una joven descifrando a su padre—, si el corazón, lacerado y diletante, aún puede sublevarse y desbordarse gracias a la escritura de una autora que ha construido una casa para ella —y para nadie más—, pero nos ha dado un espléndido libro para no olvidar y para imaginarlo todo de nueva cuenta, porque la vida, al igual que la muerte, también se engendra en rostros múltiples, crepita y repta. Reencarna.