Otra vez, otro año, otro vaivén

Ciudad de México /

Te has subido al último tren del día. El convoy marcha silencioso, como estaba la noche de Valencia antes de que partieras. Mientras terminas de acomodarte en el vagón de no fumadores recuerdas la playa de Sueca, su soledad parecida al desierto. Te sentías bien ahí, reconocido, aceptado por el rumor de la mar que te escoltaba mientras caminabas su orilla rumbo a la cofradía de pescadores.

Ahora que te has afianzado en el asiento intuyes que en los próximos días extrañarás esa sensación de armonía, que no podrás hacer nada más que resignarte, entonces decides distraerte y te asomas por la ventana para mirar la luna musulmana. Examinas un buen rato hasta que tu compañera de compartimiento te toca el hombro para preguntarte si sabes a qué hora estará el tren en Albacete. Tú le dices que no tienes la menor idea pero llevas un folleto en tu mochila. Ella no dice nada aunque su gesto ya te agradece que lo estés buscando. Le dices que a las 23:25, según el tríptico, y ella lanza un suspiro de alivio.

Frente a ti va una pareja de viejitos franceses que escucha en sus audífonos la radio interna del ferrocarril. Lo hacen a todo volumen porque clarito oyes el sápido ritmo de Guantanamera. “Con los pobres de la tierra/ quiero yo mi suerte echar,/ el arroyo de la sierra/ me complace más que el mar”. Intentas ahora dormir un rato porque todavía quedan cuatro largas horas de viaje. Acomodas tu cuerpo y tratas de juntar en ese breve momento el sueño rezagado que tienes desde hace demasiados días.

Hasta pones un poco de concentración para hacer un blanco en la mente pero todo es en vano, no puedes concretar la imagen zen, en lugar de ello imaginas nebulosas de fantasmas atracando tu caminar por la orilla del mar de Sueca y la verdad es que te da un poco de miedo que eso suceda, por lo que giras la cabeza para recargarla en la ventanilla y tratas de dormir, pero te topas con el recuerdo de siempre.

El bar está en el siguiente vagón. Vas a tomarte un café mientras escribes versitos en la libreta que llevas pero después de rayar las hojas con garabatos inocuos, reconoces que no puedes anotar ninguna palabra legible porque te sientes como un imbécil ahí, de noche, en pleno tren rumbo a Madrid.

La vigilia te ha capturado en pleno viaje, no sabes a bien qué hacer: Si miras la serranía y los pueblitos que van quedando atrás terminarás mareado, así es que es mala opción. Lamentas haber olvidado el periódico del día porque hubieras podido releerlo y releerlo hasta Atocha. Llevas en una de tus maletas una novela de José María Pérez Gay, Tu nombre en el silencio, pero no sigues su lectura hasta tener cierta estabilidad. Si la leyeras ahora terminarías destrozado.

Regresas a tu asiento para mirar de nuevo detrás de la ventana. El convoy ya va por Xátiva y te das cuenta que la luna es la misma luna musulmana que mirabas hace una hora en Valencia. La contemplas con deslumbre, con humildad, con fascinación, con temor, con necesidad, con encanto y supones que ella hace lo mismo contigo. Te reflejas ahí, es como si estuvieras caminando de nuevo por la playa de Sueca, sientes lo mismo, aquella armonía en la que te sabes comprendido, atendido, correspondido, mientras arranca otra vez, otro año, otro vaivén.


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