Hace años que soy escéptico del rol que juegan las redes sociales en nuestras vidas. En sus inicios, las redes sociales eran un gran altavoz para aquellos que no tenían voz. Nos permitían encontrar a personas con las que compartíamos intereses. Debatir. Conversar. Los viejos medios de comunicación simbolizaban la unilateralidad del mensaje y la comunicación. El poder concentrado en pocas manos. Los mexicanos definíamos este poder como el duopolio televisivo de Azteca y Televisa. En sentido contrario a las televisoras, las redes sociales parecían un ágora de libertad. No importaba tu poder, tu influencia, tu estatus. Podías ser escuchado por millones si tenías algo inteligente o interesante qué decir.
Sin embargo, las redes sociales fueron mutando como espacios desregulados, nocivos y polarizadores. Su negocio depende en, gran medida, de ser eso. Redes guiadas por algoritmos que lo que buscan es el consumo a través del fanatismo. No intercambiamos nada; todo se reduce a una relación entre un “me gusta” o un “compartir”. El impacto de las redes sociales es tan grave que la Generación Z está mostrando niveles de ansiedad y depresión nunca antes vistos. Jonathan Haidt, académico de psicología social, escribió hace un par de años un sugerente texto: la generación ansiosa por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes. Haidt confirma, con una gran cantidad de datos, que las redes sociales están provocando graves problemas de salud mental. En particular, Instagram es una red nociva que impacta gravemente en las mujeres. Las comparaciones, los viajes, la felicidad, las experiencias… se convierten en frustraciones para muchas personas. O, peor, no ser capaz de llamar la atención provoca ansiedad y soledad. La incapacidad de diferenciar entre la vida en línea y la vida fuera de línea es clave para explicar los padecimientos mentales.
Algo similar ha pasado con Twitter. La ahora llamada X, se convirtió en la red social de la polarización. Antes de la adquisición por parte de Elon Musk ya era una red cuyo objetivo era polarizar para hacer grandes negocios. El algoritmo servía para una cosa: reafirmarte en tus posiciones y odiar a quien no piensa como tú. Sin embargo, Musk llevó la red a la anarquía total. Todo se vale. Puso a la red en manos de conspiraciones y noticias falsas. No existen prácticamente candados para evitar la posverdad. Todo ello con el objetivo de que Trump alcanzara por segunda ocasión la Casa Blanca. Sería estúpido creer que Trump ganó por Musk, pero es imposible no meterlo en la ecuación. La Rusia de Putin ha aprovechado la anarquía de Twitter para influir en elecciones en todo el mundo; recientemente en las elecciones y referéndums en Georgia y Moldavia.
Es cierto que en gran parte lo que sucedió el 5 de noviembre fue una estrepitosa derrota de los demócratas entre los hispanos, negros y jóvenes (quedando lejos de las expectativas electorales), pero eso no quita que las redes sociales estén trabajando para radicalizar a los electorados. México es un ejemplo claro. El obradorismo ha construido una serie de nichos en las redes que le permiten que la posverdad avance sin casi encontrarse con oposiciones.
No podemos cegarnos. El giro del mundo hacia el extremismo también tiene un componente digital. Las redes han normalizado cosas que no lo son. En el libro “the black pill, cómo he visto los lugares más oscuros de internet envenenar a la sociedad y capturar a la política”, la autora Elle Reeve relata cómo la juventud solitaria, deprimida e invisibilizada ha encontrado en las ideas de la ultraderecha y el racismo un refugio seguro. Trump ha sido eficaz para normalizar ideas que son repugnantes. No olvidaremos que en el único debate contra Harris se atrevió a decir que los inmigrantes haitianos se comían a las mascotas de los vecinos de Springfield Ohio. Mismas mentiras hemos escuchado de los ultras en Hungría, Polonia, Italia, España, Reino Unido o América Latina. Sería imposible que todas estas ideas se normalizaran sin el papel de las redes sociales.
Por eso he decidido dejar las redes sociales. Al menos las convencionales. Agradezco a todas las personas que conocí por la mediación de las redes. Académicos, intelectuales, amigos y amigas. Reconozco que Twitter fue un espacio importante en mi vida. Incluso más importante de lo que debería ser. No obstante, hoy es sólo el imperio del hombre más rico del mundo. Ese mismo hombre que respalda a un presidente que es capaz de referirse a los inmigrantes como delincuentes o que piensa iniciar la deportación masiva más grande en siglos. Twitter ya no ofrecer nada más que radicalidad y extremismo. Tal vez es momento de volver al debate público previo a las redes. Con todos sus negativos (entre ellos a concentración de poder de los medios), contaba con mayores controles contra la mentira y el fanatismo. Es tiempo de dar un paso atrás. Las redes sociales están perjudicando mucho más de lo que benefician a la humanidad.