La biografía suele tener amplitud. Por ejemplo, Vida y destino de Vasili Grossman, aunque propiamente se clasifica como novela. Sintetizar parece algo que logran escasos autores: extensión no supone calidad. Yerra quien demerita alguna obra corta y Agota Kristof (1935-2011) lo confirma con once breves relatos en La analfabeta (Alpha Decay).
Cuando el ejército sovietico invadió Budapest durante 1956 para detener la revolución, Kristof se refugió en Suiza, lo cual explica por qué publica en francés: ahí inicia una carrera literaria, dejando atrás la lengua materna. El gran cuaderno es su obra más notable traducida a veinte idiomas y que produjo cinematográficamente János Szász en 2013, pero resulta inequiparable al otro libro que va capitulando: “un regalo para el intelecto”, dictamina la crítica.
Kristof conduce por los laberintos de su dolorosa memoria, transformada, en la novela cuyo adjetivo en el título (analfabeta) no honra una erudición que muestra tener. Relata desde cómo adquiere el hábito de la lectura por casualidad y, sin darse cuenta, las ganas de escribir que surgen del sufrimiento silencioso, la muerte de Stalin en 1953, la angustiosa espera para que un país le diera acogida, hasta la exaltación de días que aspiran con nostalgia tiempos mejores.
¿Cómo hacerse escritor? Es la pregunta que Kristof responde: “en primer lugar, hay que escribir, naturalmente. Luego, hay que seguir escribiendo. Incluso cuando exista la impresión de que nunca interesará a nadie”. Gallimard le rechazó el primer manuscrito que envió, pero no Gilles Carpentier, de Éditions du Seuil. En resumen, la respuesta es: jamás perder la fe en lo que uno escribe.
Por Erandi Cerbón Gómez
@erandicerbon