Hace una semana se celebró el nacimiento de Jorge Luis Borges (1899-1986) y pocos en Hispanoamérica le prestaron atención. Quizás por no tratarse de algún aniversario “redondo”, sin embargo, queda claro que dimensionamos con insuficiencia todo lo que le debemos. Fue alguien prolífico que posicionó la literatura latinoamericana en el panorama internacional. Un escritor en la orilla, de Beatriz Sarlo (1942), precisa cómo contribuye a este propósito publicando sus obras. Escribía, pero luchaba contra “amenazas anticulturales que era necesario exorcizar” mediante la palabra, rescatándola de géneros menores.
Nunca recibió el Premio Nobel de Literatura que merecía. Nació en el seno de una familia educada. Aparte del escritor íntegro que admiramos era un hombre culto, versado y multifacético. “Organizó debates históricos, utopías sociales, sueños irrealizables, paisajes del arte”, comenta Sarlo. La literatura de Borges parece un referente que no depende de lo circunstancial: lugares, personas y espacios perduran en nuestro imaginario.
Borges logra comunicar aun lo que parece inabordable, su maestría surge de haber escrito antes que mucho, bien. Podía dotar de múltiples sentidos una misma aseveración. Desde el siglo XX forma parte del canon de una tradición universal influenciado en “la literatura gauchesca, los escritos de Sarmiento, la saga familiar de las guerras civiles (...) peleas implacables, sangrientas e injustas”.
Borges, un personaje que a pesar de la fama o justamente por ella eligió quedarse al margen de lo político después de polémicas, como aquel encuentro que tuvo con Pinochet el mismo día que asesinaron a Orlando Letelier. Héroe intelectual, cuyo legado permanece en palabras que seguirán pronunciándose. Leerlo implica algo más que conocer una época: marca el hito. “Cumple, entre otras tareas, la de armar nuevamente los fragmentos dispersos y rearticular” eso que llamamos literatura.