Dentro de esta tendencia de rastrear los orígenes que llevaron a la situación que se presentó de determinadas películas emblemáticas, como en el caso de El planeta de los simios, La profecía, Mad Max y, con anterioridad, La Guerra de las Galaxias, El exorcista y Alien, por mencionar algunas, ahora llega Un lugar en silencio: día uno (EU-RU-Canadá, 2024), antecedente que nos da luz de cómo llegamos a la angustiosa situación de Un lugar en silencio (2018) y Un lugar en silencio 2 (2020), ambas coescritas y dirigidas con buen nervio por John Krasinski.
Ahora dirigida por Michael Sarnosky, responsable de la notable Pig (2021), y contando con la colaboración del propio Krasinski en el guion, la cinta nos lleva a cómo empezó a colapsar la vida en la tierra ante la llegada de unos extraterrestres depredadores cuya única finalidad es sobrevivir: no tienen la intención de colonizar ni son más inteligentes, simplemente llegaron a nuestro planeta por casualidad, en una especie de meteoritos, y su función es meramente instintiva para mantener a su especie. Sólo detectan a sus presas a través del sonido y una vez identificadas, suelen ser letales: calladitos nos vemos más vivitos.
La historia sigue a Sam, una poetisa con cáncer terminal desencantada ya de la vida que acepta ir a un teatro de marionetas, muy representativo, con sus compañeros del hospicio donde vive, bajo el cuidado de un paciente y comprensivo joven (Alex Wolff). Pero es ahí cuando el desastre empieza y las acechantes criaturas aparecen en una ciudad que rápidamente se convierte en zona de desastre con helicópteros sobrevolando, edificios derruidos y gente tratando de escapar, hasta que se entiende que la única forma de mantenerse con vida es guardando un silencio sepulcral.
Entre bombardeos de puentes para aislar a los depredadores, que no saben nadar, cortes en el servicio eléctrico y riesgos inminentes, quienes quedan tratarán de irse de una Nueva York en ruinas –aunque buena parte se filmó en Londres– apoyados por un hombre (Djimon Hounsou), que vimos en la segunda parte. La protagonista se va quedando sola en su recorrido hacia el encuentro de la anhelada rebanada de pizza, extraviando y reencontrando a su querido gato Frodo, hasta que se encuentra con un joven inglés en estado de shock y totalmente aterrado, que la empieza a seguir para después emprender un inesperado camino afectivo y de mutua ayuda física y emocional, incluyendo un espacio para la magia y la esperanza.
Como hiciera en su anterior cinta, estableciendo una relación entrañable entre un cerdo buscador de trufas y su solitario dueño, el director consigue acá crear un sensible e inesperado vínculo entre los tres protagonistas: una mujer desahuciada, un caballero inglés en Nueva York (diría Sting) y un pequeño felino astutamente silencioso que parece haber entendido de qué se trata todo el asunto de la sobrevivencia. Se percibe genuina la forma en la que se van apoyando, separando y volviéndose a juntar para construir momentos luminosos –esa secuencia en el bar jazzero– frente a la catástrofe: una loable construcción de personajes en contextos extremos, a lo que contribuye de manera definitiva la actuación de Lupita Nyong’o, llena de matices, muy bien soportada por la de Joseph Quinn.
El desarrollo argumental logra equilibrar, apoyado por una puntual edición, los momentos de suspenso, angustia y tensión escapatoria, con el trazo de los personajes, capturados por una fotografía de contrastes entre los cada vez más escasos pasajes de calma, incluyendo el encuentro con unos niños, y los de frenesí para tratar de mantenerse con vida, filmados con una cámara que sabe desplazarse cual criatura que todo lo ve: las combinaciones de las perspectivas ayudan a generar este clima de permanente huída hacia un destino cada vez más incierto pero al final buscado. Todo sea para rememorar un pasado paternal que se disfruta al piano, mientras se alcanza la pizza hecha de poderosos significados, al ritmo de Feeling Good de una siempre desafiante Nina Simone con todo y mensaje guardado en la chamarra.