El pasado mes de septiembre publicó Peter Boghossian su carta de renuncia a la Universidad de Portland: es una lectura interesante. Boghossian, profesor de filosofía, llevaba años padeciendo el acoso del nuevo radicalismo amparado por la complacencia cobarde de las autoridades. Paso a paso, dice, la universidad ha terminado por hacer imposible el trabajo intelectual. No se trata ya de que nadie aprenda a pensar, porque basta con imitar la absoluta seguridad de los ideólogos; Portland, dice, ha renunciado a ser una universidad: es una fábrica que se alimenta de género, raza y toda clase de victimismos para producir resentimiento e indignación moral. Hace algunos años, para demostrar que la academia radical no tenía ningún rigor, Boghossian escribió junto con otros colegas una serie de artículos completamente absurdos, pero que confirmaban los dogmas de moda: por ejemplo, que el pene es una construcción cultural responsable, entre otras cosas, del calentamiento global, o que en los parques de Nueva York la violación de perros ha adquirido proporciones epidémicas, en alguno de ellos reproducían pasajes enteros de Mein kampf, sólo sustituyendo “judíos” por “hombres blancos” u “occidentales”. Todos los artículos se publicaron.
Leyendo la carta recordé el discurso con que Simon Leys se despidió de la universidad de Sidney hace algo más de una década. En los últimos años, decía, la universidad ha sufrido transformaciones profundas, que afectan a su funcionamiento, y que la alejan tanto del modelo de lo que alguna vez pudo ser, que no hay más remedio que abandonarla. Una universidad es un lugar en que se trata de desarrollar y transmitir el conocimiento —porque eso es valioso en sí mismo. Idealmente, sólo necesita un grupo de gente con un poderoso deseo de saber. Se ataca a la universidad, decía Leys, por su carácter elitista, porque no es democrática. Pero es de mínima honestidad reconocer que la verdad no es democrática, que la inteligencia y el talento no son democráticos, como no los son la belleza ni el amor. La democracia tiene su lugar en la política: en cualquier otra parte, carece de sentido. Pero también se le ataca porque no resulta útil. Y se exige que justifique su existencia en términos utilitarios, cuantitativos, cuya presión es profundamente corruptora. La superior utilidad de la universidad, dice, depende de lo que en el mundo resulta inútil.
Entre nosotros, en los últimos tiempos, se trata de que las universidades sirvan al pueblo, que demuestren que son útiles para el pueblo, que sus investigaciones avancen la causa del pueblo, que sus estudiantes militen a favor del pueblo, y sí, que sean democráticas. El razonamiento es el mismo, la lógica es la misma, igualmente idiota, que la de quienes exigían que se vinculasen con el “sector productivo”. Se dice que el gobierno desprecia el trabajo académico: es verdad. Igual que todos o casi todos los gobiernos anteriores, cada uno con su inclinación. El problema es que con frecuencia los primeros que desprecian el trabajo académico son quienes dirigen las universidades: se llenan la boca hablando de criterios académicos, pero lo suyo de verdad es la política. Así nos va.
Fernando Escalante Gonzalbo